Todos recordamos la tremenda y conmovedora película Viven, de 1992, que recreaba los trágicos sucesos acaecidos veinte años antes en la cordillera de los Andes, cuando un avión uruguayo, que volaba a Chile con 45 pasajeros, estudiantes y jugadores de un equipo de rugby de Montevideo, se estrelló.
Era el 13 de octubre de 1972. Doce murieron en el impacto; ocho, en un alud días después, otros, a lo largo de los 72 días siguientes; finalmente, 16 sobrevivieron después de pasar por experiencias límites a 4.000 metros de altura. Además de la enfermedad, el hambre y los nocturnos 30 grados bajo cero, estos jóvenes tuvieron que luchar contra la angustia moral y psicológica, y tuvieron que enfrentarse a una decisión estremecedora: la de comer la carne de sus amigos fallecidos.
El 22 de diciembre fueron rescatados gracias al heroísmo de dos de ellos, que lograron cruzar la cordillera helada en busca de la civilización. El film de Frank Marshall se basaba en el libro publicado poco después del rescate por el escritor británico Piers Paul Read.
Aquellos hechos y aquella película dejaron una huella imborrable en su generación. Después se realizaron para la televisión siete u ocho documentales sobre el tema. Pues bien, esta semana se ha estrenado el último –bien es cierto que sólo en las salas de Madrid y Barcelona–, un documental uruguayo, Náufragos, que lleva a los supervivientes sesentones y a sus hijos a las cumbres donde vivieron su odisea para repasar, revivir y juzgar aquellas experiencias que les cambiaron la vida. Este documental ha conseguido los premios del público y del jurado en el pasado Festival de Málaga.
El realizador uruguayo Gonzalo Arijón, amigo de algunos de los pasajeros de ese avión, es el director de este interesante documental que alterna impresionantes testimonios de los supervivientes con recreaciones de ficción de aquellos acontecimientos y con imágenes reales de archivo.
Todos recordamos la importancia que tuvo la experiencia religiosa de aquellos deportistas católicos a la hora de vivir esos días, más de infierno que de purgatorio. Ahora, sobre todo en algunos de ellos, vuelve a aflorar lo que supuso dicho calvario en su relación con Dios, con el Misterio. Algunos testimonios son radicales: "Me di cuenta de que tenía que vivir aquello como un regalo", "Yo vivía a Dios como un amigo: el Creador de toda aquella inmensidad era mi amigo", "Me abandoné a la muerte con una paz y una serenidad que no he vuelto a sentir", "Rezar el rosario en común cada noche fue vital para seguir esperando"... También encontramos testimonios de rebeldía contra Dios o de misticismo exagerado. En cualquier caso, todos hacían cuentas con Dios de forma natural. No tenían nada de nada. Sólo conciencia de dependencia. No controlaban nada. No podían hacer nada. Estaban en manos de Dios.
Llegó un momento, cuando empezaron a comer carne humana, en que les asaltó un temor brutal: ¿habían abandonado la civilización? ¿Se devorarían unos a otros? ¿Se extinguiría la ley moral, la educación, la humanidad? Pero lo cierto es que todos dieron lo mejor de sí, y se movían por amor: el amor que sentían por los seres queridos ausentes, el amor a la vida, el amor entre ellos.
Los de Roberto Canessa, Javier Methol, Gustavo Zerbino, Eduardo Strauch son algunos de los testimonios más interesantes. Entre todos han creado una página web que merece la pena visitar. Allí leemos cosas como ésta de Canessa:
La montaña siempre estuvo allí. Ella me dejó salir. Con eso estoy contento. Allá arriba me preguntaba continuamente: "Pucha, ¿cómo voy a poder salir de acá?", y siempre me respondía a mí mismo: "Tengo a Dios, que es mi amigo, y Él es el dueño de la montaña".
O esto de Methol:
Un error nos hizo colapsar, pero la mano de Dios, en lo imposible nos hizo aterrizar. Jesús nos guió para subsistir y nos dio la fuerza y el valor para salir. En la montaña yo hablé con Dios. Su amor acrecentó mi Fe en Él, en mí y en los demás. Me hizo perder el miedo a la muerte enseñándome que es tan solo un paso en la vida, así cada día vivo un día más. Quien le tiene miedo, cada día vive un día menos. Me enseñó que no debo quejarme de lo que me falta, sino agradecer lo que me queda.
Juan Orellana
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