La ideología laicista pretende extirpar el fenómeno religioso de la realidad humana. Podría decirse que éste es su propósito fundamental. En el fondo, los laicistas creen que sin religiones el mundo viviría mejor, porque no existirían ni binládenes ni inquisiciones que produjeran muertos a miles.
Sin embargo, son pocos –acaso ninguno– los que caen en la cuenta de que ideologías como el socialismo, que tanto en su vertiente nazi como comunista son radicalmente ateas, han generado hítleres y estálines que han asesinado a millones de personas, y en algunos sitios siguen produciendo muertos y privaciones de libertad de escándalo dados los tiempos que corren.
En el ámbito de la ciencia pasa algo similar: los laicistas están convencidos de que sin Dios se avanza más en el conocimiento, cuando lo que la historia demuestra es todo lo contrario: que hemos llegado donde estamos fundamentalmente gracias a Dios. Precisamente uno de los fenómenos de generación y transmisión del saber más universalmente extendidos, después de las universidades –fundadas por la Iglesia Católica en el siglo XII– son las academias, que en su moderna concepción han sido desarrolladas de manera importante por la Iglesia Católica.
Tanto en las culturas fluviales como en las marítimas, el desarrollo científico tuvo bastante relación con la religión y sus templos. Se le atribuye a Platón la creación de la Academia, sobre el año 387 a. de C., y el nombre le viene de su ubicación, un lugar sagrado de las afueras de Atenas dedicado al héroe mitológico Acádamo, cerca de gimnasios, lugares donde se reunían los hombres para cultivar cuerpo y espíritu. La Academia era un centro de enseñanza e investigación a la vez, donde se discutían ideas, se transmitía saber y se generaba y recopilaba conocimiento, ligado a la religión.
Desde la ideología laicista se dice que este ambiente idílico vino a ser perturbado por la irrupción del cristianismo, que pronto terminó imponiéndose y acabando con el incipiente desarrollo científico. Sin embargo no caen en la cuenta de que los cristianos, en este "idílico" ambiente sufrieron al menos diez persecuciones sistemáticas, masivas y con abundantes víctimas; o de que en Atenas era permitido el infanticidio femenino, el matrimonio infantil y su consumación incluso antes de la pubertad de la niña; o de que el Derecho Romano, concebido para exclusivamente para varones libres, permitía la esclavitud y el sadismo de los combates de gladiadores.
En medio de esta situación, en la que la asistencia social era nula, el cristianismo formó pequeñas comunidades a través de las que se creó un mínimo sistema de ayuda mutua que originó el acercamiento de tantos habitantes de Roma que se estima llegaron a suponer casi la mitad de la población cuando Constantino permitió su práctica. Además, lo que diferencia al cristianismo de otras religiones es que no se impuso por la violencia, sino por el testimonio de los verdaderos mártires, que no suicidas: ese fue el error de los césares, poner en el candelero la luz que estaba en cierto modo oculta debajo del celemín.
El mundo académico moderno surgió durante los siglos XVI-XVII, y su actividad era someter temas a debate entre críticos expertos, favorecer el intercambio de ideas y publicar libros y artículos, proporcionando y propagando ideas científicas. En 1603 fue fundada en Roma la primera academia científica de la era moderna, con el aliento del Papa Clemente VIII, la Academia de los Linces. De ella formó parte el mismísimo Galileo Galilei, que, como saben los lectores de Buena Nueva, fue un católico ferviente, que llegó a aseverar en carta dirigida a Benetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 que "la Escritura Santa y la naturaleza, al provenir ambas del verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios, no pueden contradecirse jamás".
En la actualidad se la conoce como Academia Pontificia de Ciencias y su cometido lo reflejaba el propio Juan Pablo II en el discurso dirigido a sus miembros al celebrar el cuarto centenario de su fundación, el 11 de noviembre de 2003:
Nuestras reuniones me han permitido al mismo tiempo clarificar importantes aspectos de la doctrina y vida de la Iglesia sobre la investigación científica. Nos une el deseo común de corregir malentendidos y, más aún, de dejarnos iluminar por la única Verdad que gobierna el mundo y guía las vidas de todos los hombres y mujeres. Cada vez estoy más convencido de que la verdad científica, que es en sí misma una participación en la Verdad divina, puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender de una forma más plena la persona humana y la Revelación de Dios sobre el hombre, revelación que es completada y perfeccionada en Jesucristo.
Pese a lo cual, no les quepa duda de que se seguirá diciendo que la Iglesia está enfrentada con la ciencia.
Alfonso V. Carrascosa, doctor en Ciencias Biológicas y científico del CSIC.
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