sexta-feira, 5 de dezembro de 2008

Una democracia incompleta

Es sólo una imagen pero describe mejor que muchas disertaciones la enfermedad moral y democrática que sufre buena parte de la población vasca. Decía Hume que ningún régimen político puede sostenerse sin el apoyo de la población; del mismo modo, ninguna banda terrorista puede sobrevivir durante varias generaciones si carece del apoyo, o al menos de una cierta complicidad, de diversos sectores de la ciudadanía.

En el País Vasco ese soporte ideológico y social al terrorismo lo proporciona el nacionalismo o, como mínimo, una parte sustancial de él, que siempre ha considerado a los etarras como unos muchachos descarriados y radicales ("los chicos de la gasolina" de Arzalluz) que, pese a todo, luchaban por sus mismos ideales.

Sobre esa vergonzosa indiferencia hacia el terror, se ha ido construyendo, además, una estrategia política que, de nuevo, el ex presidente del PNV resumió en aquella célebre metáfora del árbol y las nueces. Ya no se trataba sólo de que los etarras fueran unos chiquillos confusos sino que, además, podían ser útiles a la causa común del llamado "nacionalismo democrático"; sólo había, por lo visto, que aguantar lo suficiente.

Por eso resulta tan complicado acabar con ETA. La serpiente siempre encuentra cobijo y alimento para reproducirse en una parte de la sociedad que ha mamado desde la cuna el odio hacia España y el discurso militar de "opresores", "invasores" y "enemigos".

Hubo una llama de esperanza con el espíritu de Ermua, esto es, la rebelión cívica contra el terrorismo y sus cómplices. La indecencia etarra en el asesinato de Miguel Ángel Blanco despertó las conciencias de muchos vascos que, por primera vez, plantaron cara a la bestia. Tal fue la reacción social, que el PNV vio peligrar el árbol del que tantas nueces había recogido y firmó al poco tiempo el Pacto de Estella para conceder legitimidad institucional a los socios de ETA y arrinconar a los constitucionalistas.

Pero la mascarada nacionalista no consiguió dinamitar la deslegitimación ciudadana de la banda terrorista, tal y como se reflejó en la ejemplar unidad que PP y PSOE protagonizaron durante aquellos años en el País Vasco y que culminó en unos elecciones de 2001 que los no nacionalistas habrían ganado en caso de presentar listas conjuntas.

Al día siguiente de los comicios, sin embargo, PRISA, a través de Cebrián, decidió que el enemigo común no debía ser ETA, sino el PP. Rota la unidad de los demócratas, todas las demás componendas, como el Pacto Antiterrorista, presentaban una inestabilidad inherente que se ha revelado tan pronto como Zapatero tomó el poder y quiso, en nombre de una falsa paz, capitalizar electoralmente la rendición ante ETA y extirpar a la derecha de la escena política.

Lo más grave de este proceso, sin embargo, no fue sólo que los terroristas recuperaran la esperanza de obtener un precio político por la paz, sino que a los ojos del nacionalismo, ETA recuperó buena parte de la legitimidad que había perdido tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Al fin y al cabo, la banda se convirtió en un interlocutor válido –de igual a igual– con el Gobierno español, Otegui pasó a ser, de la noche a la mañana, un "hombre de paz" y ANV volvió a tener representación en los municipios.

De esos polvos vienen estos lodos. La partida de cartas de Azpeitia, donde un nuevo jugador sustituye al asesinado Uría –al modo en que los regímenes totalitarios hacían desaparecer a los disidentes de las fotografías–, muestra esa nueva complicidad hacia los terroristas que el proceso de negociación ha favorecido.

Ciertamente, poco puede hacerse a corto plazo para volver a desprestigiar a ETA entre la población nacionalista. No todos los años se produce una explosión de indignación similar a la de Ermua; pero ello no nos debe hacer caer en el pesimismo. Los gestos –como cuando Regina Otaola o César Velasco, ex delegado del Gobierno, izan la bandera española en Lizartza o en el Parlamento vasco en claro desafío al régimen de miedo abertzale– al final importan y las detenciones de terroristas los exponen ante sus seguidores como lo que son: unos locos criminales.

Las democracias no se constituyen para que prevalezca los deseos de la mayoría, sino porque se consideran que son el mecanismo más eficiente para limitar el poder del Estado y defender los derechos individuales. Y, precisamente por eso, allí donde esos derechos son sistemáticamente violados ante la pasividad de una Administración negligente tampoco puede decirse que exista una democracia.

Sin instrumentos para combatir el terrorismo o sin capacidad de usarlos, la democracia desaparece. Bajo esta premisa, difícilmente puede señalarse que en España exista una democracia plena, mientras ETA siga campando a sus anchas entre las institucionales y, sobre todo, la sociedad vasca; algo que conviene recordar cuando estamos a punto de celebrar el trigésimo aniversario de la Constitución.

Editorial
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