Cuando el régimen soviético clausuró las iglesias y las convirtió en graneros, la gente no se olvidó de Dios, ni mucho menos. De lo que se olvidó fue de moler el grano porque el marxismo-leninismo, amén de los almarios, vació las despensas. Porque corrió un velo siniestro sobre vidas y haciendas. Porque dejó las ilusiones en barbecho. Porque multiplicó el hambre de forma milagrosa en lugar de los panes y los peces. Y porque a los escépticos, los tibios, los enquistados y los renuentes se les administraba una cura de impiedad en los acreditados balnearios de la Checa. Pero, aún así, buena parte del pueblo siguió enganchada al opio ultraterreno -la religión, como saben, es el opio del pueblo- y cultivaba el vicio a escondidillas, sin bodoques litúrgicos y sin nubes de incienso.
Para rezar, obviamente, cualquier lugar se presta. No hay muros que limiten la dimensión del Templo y cada cual lleva un altar en sus adentros. No obstante, la gente -la heroica y pobre gente- acostumbraba a acudir a los museos en los que se exhibían los inmensos tesoros expoliados al clero. Allí, haciendo pasar la fe por mera inquietud estética, oraban en silencio mientras que el tibio resplandor de los iconos endulzaba las sombras igual que una luciérnaga. «El brillo de la luz se intensifica en las tinieblas, y las tinieblas nunca conseguirán vencerla». Gregorio el Teólogo, años y años atrás, había anticipado la derrota de los teócratas del Kremlin.
El materialismo quiso extirpar el Verbo utilizando el bisturí cientificista y la verborrea dialéctica. Frente a la adversidad, empero, la gracia saca pecho y languidece, en cambio, ante la indiferencia. Por eso aguantó, divinamente, el tipo tras el telón de acero. Por la misma razón se ha desfibrado en la Europa saciada y opulenta. Ahora, una organización de no se qué diablos pretende convertir los autobuses en una especie de púlpitos ateos y la agudeza, al parecer, ha levantado algún revuelo. Un bando festeja la ocurrencia y, en el extremo opuesto, hay quienes consideran que constituye otro jalón de la campaña desatada contra los creyentes. Un servidor de ustedes (y disimulen la inmodestia) piensa que, pese a todo, la nueva «tournée» de Dios es una bendición del cielo.
Al margen de la torpeza del eslogan -que es, «mutatis mutandi», digno de los propagandistas de la calle Génova- el hecho de que el nombre del Señor circule por las calles aunque sea a propósito de renegar de su existencia, es una gozosa nueva. Y sólo por ser noticia, en resumidas cuentas. En la actual sociedad del espectáculo -aquella que el malogrado Guy Debord avizoró con magistral clarividencia- existe únicamente lo que los demiurgos de los medios colocan en escena y en antena. El Big Brother catódico ha transformado el Génesis en una ceremonia ritual que es concelebrada «world wide web» en las noticias de las nueve. O sea, que Dios no ha muerto. Va a salir en la tele, por más que Friedrich Nietzsche ya no se encuentre en disposición de verlo.
Que se refute al Hacedor en los transportes públicos -y pagando una pasta, que es lo que tiene mérito- es la demostración, palmaria y fehaciente, de que el hastío metafísico no ha arrancado de cuajo la raíz del misterio y que, bajo la lluvia ácida de la banalidad relativista, todavía persiste la voluntad de trascendencia. Henri de Lubac, uno de los pilares de la espiritualidad moderna, aseguraba, en el erial horripilante de la penúltima posguerra, que prescindir de Dios y prescindir del hombre son las dos caras de la misma moneda. Alguien habrá que al calor de la polémica se plantee, de pronto, esa pregunta que no se ha planteado desde hace infinidad de tiempo. Si acaso no existe Dios, ¿los hombres en qué se quedan?
Se puede encontrar la luz en cualquier parte «y las tinieblas no conseguirán vencerla». Lo mismo en un museo de la URSS que en el trayecto del 47. Y el pasajero Dios, téngalo por seguro, no se apea en la próxima parada. Ni se apea, ni le apean.
Tomás Cuesta
www.abc.es
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