sexta-feira, 2 de janeiro de 2009

Toda una vida

La mía. Cincuenta años esperando por lo que nunca ocurrió. Soñando con el fin de la tiranía que robó a mis padres lo poco que habían ahorrado. Todo lo que tenían y que no pudieron traer a Madrid en agosto de 1969, fecha en la que con tres maletas de tela, sin nada en el bolsillo y con un hijo de 12 años regresaron a España. Aún recuerdo cómo de mi brazo izquierdo colgaba un abrigo de entretiempo que desentonaba en el verano madrileño. Mi madre lo había cosido en La Habana por miedo a un invierno que no había olvidado. Creo que nunca me lo puse. Alguien me regaló un anorak. No sé qué fue del abrigo. Lástima. Me gustaría conservarlo junto a las tres maletas de tela.

Lo que sí conservo es el recuerdo de lo mucho que mi padre añoró a La Habana. Jamás hubiera vuelto a España de no ser para apartarme de la tiranía. Para nadie es fácil volver con cincuenta y cinco años y más pobre que cuando marchó. A la que no regresó fue a la ciudad que le permitió prosperar. Y la quería mucho más que la quise y la quiero yo. ¿Para qué iba a regresar? La Habana que conoció ya no existía. Se perdió para siempre. Cincuenta años es más que siempre. Es lo que tiene el comunismo envuelto en patraña, empeño.

Muchos de los que años después fueron mis amigos simularon no creerme cuando les hablé de la belleza y la prosperidad que mis padres recordaban. Según ellos, Cuba nunca pudo ser próspera antes de que los barbudos bajaran de Sierra Maestra. Batista era un dictador. Castro no podía ser peor. Además, la escasez llegó con el bloqueo que jamás existió. Los malos son los yanquis, etc. etc. etc. Aún simulan asumir sinceramente lo que les consta falso. Mienten. Ni quisieron ni quieren saber. Son los mismos que ahora no preguntan por la masacre de Madrid. No les importa que no se sostenga la versión oficial del 11-M. Miran para otro sitio. ¿Por qué tendrían que mirar para la verdad de la barbarie que únicamente puede ofrecer a los cubanos miseria y represión?

No sólo simularon no creerme, también me reprocharon que prefiriera vivir en la dictadura franquista antes que en la tiranía cubana. ¿Cómo explicar la diferencia entre una dictadura y una tiranía a los supuestos progres que simulan que aún creen lo que jamás creyeron? Nunca reconocerán que, a pesar de que Batista no fue más que dictador tan cobarde como corrupto, no obligó a los cubanos a simular que le querían, ni a participar en un acto de repudio en contra de los que pretendían abandonar la Isla, ni a fingir que les gustaría ser como un asesino en serie. Castro, sí. Obliga a sus víctimas a simular que quieren lo que odian.

A pesar de que en este artículo prefiero reseñar lo que recuerdo sin detenerme en las cifras en las que sin duda otros se detendrán, sé que no existe un analista honesto que niegue que en diciembre de 1958 Cuba era el segundo o tercer país más rico de Iberoamérica. Entonces no exportaba balseros hambrientos. Recibía a miles de emigrantes que sabían que si se sacrificaban podrían mejorar sin que nadie les robara lo que era suyo. Pero llegó Castro, fusiló a mansalva mientras bajaba los alquileres, se quedó con todo lo que existía y construyó y llenó con cien mil presos más de doscientas cárceles. Y ahí le tienen cincuenta años después. Más viejo y en chándal. Pero aún paciente de un cirujano que cobra en Madrid de mis impuestos y contando la misma patraña de la que cada año huyen miles de sus víctimas que prefieren exponerse a los tiburones antes que sobrevivir en la desesperanza eterna. Medio siglo después ahí sigue. Dictando la misma trola, la de entonces, la que me recuerda mi maleta de tela y mi ridículo abrigo.

Ya lo sé. Va a ser que no seguí el consejo del alcalde de Madrid y no olvidé lo que no podía olvidar. Quizás por eso supe que perdí después de aprender que cincuenta años más tarde no se puede ganar. Mi padre no regresará a La Habana y yo no tengo donde volver. Sólo la nostalgia hará que un día regrese a la esquina de la calle Milagros con Diez de Octubre. Tal vez, cuando ya no puedan introducir cocaína en mi maleta y no les tenga que pedir permiso para regresar al país en el que nací, pueda rezar un Padrenuestro en la Iglesia de los Pasionistas. Personalmente, no puedo aspirar a mucho más. Pero no lo sientan por mí. No sé bailar, me aburre nadar, prefiero Luarca a Varadero, el güisqui al ron y el fútbol al béisbol. Soy más del Aleti de Madrid que de niño fui de Los Industriales. Nada que no sean más que recuerdos me esperan en Cuba. Y me bastan con los que conservo.

A lo que no renunciaré es a denunciar sus crímenes. No depende de mí que los jueces españoles los investiguen, pero mientras pueda y me lo permitan les llamaré lo que son, asesinos, carceleros, ladrones y torturadores. Me consta que son muchos los que agradecen leer lo que saben que es cierto. La otra tarde me preguntaron que cuándo me cansaría de escribir siempre lo mismo sobre los mismos. La joven que me lo preguntó lucía una boina calada y una camiseta con la fotografía de Guevara. No me demoré en contestarle. Le respondí que mientras ella luciera lo que lucía yo me sentiría obligado a insistir en lo que insistía. Me habló de los marines estadounidenses que medio siglo atrás se acostaban con las prostitutas cubanas. La misma patraña mil veces contada. En toda Cuba no existían entonces tantas prostitutas como las que ahora encontraríamos en algunos barrios de Madrid. De nada me sirvió señalarle los institutos que hoy sirven para reclutar a miles de adolescentes que por menos de nada se ofrecen al más desagradable de los extranjeros capaz de disfrutar con su sufrimiento. Simuló no creerme. En cualquier caso, la culpa sería del bloqueo que nunca existió. Todo menos asumir el fracaso de los cómplices de Guevara. Mucho más que la verdad le mola su fotografía. Cree que le queda muy bien su boina calada.

También por ellos perdí. Cincuenta años después son demasiados los jóvenes españoles que tienen a Guevara y a los Castro por revolucionarios que disfrutaron del valor y del acierto suficiente para lograr sobrevivir acosados por una potencia enemiga. Lástima que no se cambien por los adolescentes que en Cuba alquilan su cuerpo para comprarles un bocadillo a sus abuelos. Ellos no quieren ser como un asesino en serie. Quieren escapar. Sueñan con despertar muy lejos de los escombros que rodean los prostíbulos que tapan las más de doscientas cárceles en las que torturan a más de cien mil presos. Nunca me aburriré de recordar los logros de los que sirviéndose de un rosario nos vendieron su barbarie como la revolución de los pobres. Escombros, prisiones y prostíbulos. Los frutos de una patraña que no ocasionó más que sufrimiento y desesperanza.

Sí. Tal vez no se demore el día en el que pueda regresar. Más que por mí, me alegraría por los que allí sufren. Para mí ya siempre sería tarde, mal y nunca. Yo sé de mi derrota. De nada me serviría negarlo. También aquí la sufrí. Cincuenta años después, no puedo negar que venció la mentira. La que simula creer la joven de la boina calada. En lo que respecta a mi familia, los hermanos Castro pueden sentirse satisfechos. Nos ganaron. Ellos lo robaron y nosotros lo perdimos. Eso sí, que alguien se lo diga antes de que se mueran, lo perdimos todo menos la memoria. Y algo tengo que agradecerles. Gracias a sus crímenes aprendí que no se puede despreciar el sufrimiento ajeno ni renunciar a la verdad. Lo que no sé es cómo explicárselo a la chica que lucía la fotografía de Guevara en su camiseta. No aceptará que ahora sabe que la engañaron. Su sectarismo no le permitirá verbalizar que la patraña que simula defender esconde medio siglo de barbarie.

Víctor Llano

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