El arzobispo de Barcelona hace frente a una rebelión sin causa de quienes están haciendo una cruzada contra Dios. Pásatelo bien aquí que después no hay nada porque Dios no existe. Es el canto del cisne de una civilización que querría que no existiera quien le ha dado la existencia y en ella permanece. Son buena gente, en serio. No están de broma pero si no fuera por lo mal que lo deben estar pasando causarían hilaridad con su postura. Recuerdo en mis años mozos en la Universidad, cuando se empezaba a gestar “el mayo del 68” que luego se quedó en agua de borrajas, y como los de Políticas y de Filosofía de Madrid hacían su mítines contra el franquismo –porque era lo había, lo hubieran hecho igual contra el poder establecido si hubiera sido otro–, con una verborrea que apuntaba maneras. Pero también hubo quien vio no ser ése su camino. Por ejemplo aquél que, subido en la mesa del profesor, intentaba imponer silencio entre la muchedumbre y con megáfono en mano gritó: ¿compañeros… ¡llevo mil veces diciendo que no repitáis las cosas! Abucheado por los implacables oyentes con sus risas, abandonó por la fuerza, el improvisado estrado.
Hay que ahogar el mal en abundancia de bien pero sin perder la calma. Negar a Dios es una de las mejores maneras de afirmarlo. ¿No quieres ser cristiano? No te desmelenes… no lo seas. ¿Quieres apostatar y hacer el mal? Dios te lo permite, hazlo. Él no se impone, tan solo se ofrece. Tú no quieres…, pues ve con Dios. ¿Quieres hacer proselitismo del ateísmo? Hazlo. Muchos que ya faltan también lo hicieron y ya ves… los balcones de muchas ciudades tienen un Niño Jesús festejando la Navidad por la iniciativa de un señor y al año que viene habrá diez veces más… Seamos cabales. Podemos ser malos y de hecho lo somos aunque más por debilidad que por maldad aunque los haya, pero no seamos necios. Y dijo el necio “Dios no existe”. Así dice la palabra de Dios escrita hace más de 28 siglos y desde el comienzo del hombre inscrita en su corazón. Gritan desaforadamente “la verdad no existe” por lo que hay que deducir que esa afirmación es falsa… luego existe.
Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podrá fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia: Se puede definir, pues, al hombre como aquel que busca la verdad (1) .
Vamos a cuestionarnos ahora el sentido de la historia, y lo primero de todo será preguntarnos si tiene sentido buscar un sentido a las cosas, la historia en este caso. Los puntos de vista tan dispares que ofrece la ciencia acerca de la vida y el mundo son tan abundantes y parciales que se pueden decir tantas cosas y tan opuestas sobre el mismo tema, que la “crisis del sentido” está servida. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esa barahúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad (2).
Parece pues que sí tiene sentido ir en busca del sentido de la historia, pero al punto aparece la siguiente cuestión. ¿Tiene sentido la vida? La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta del sentido. A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte (3).
En esa búsqueda, partir metódicamente de la duda –como hiciera Descartes– tiene gran atractivo porque se trata de buscar una verdad, que además iluminaría otras muchas oscuras cuestiones por las que se preguntan los hombres. La misma acción de buscar una verdad supone ya valorar la capacidad espléndida que posee el hombre de alcanzarla, aunque con mayor o menor esfuerzo hemos de añadir que con diversa fortuna también. La verdad del hombre como un ser histórico en el que con sus acciones hacen historia puede molestar a los que tiene a “no existe Dios” como dios, pero es poner puertas al campo. La historia se desarrolla en el Universo y en él tiene su transitar –día a día– en un lugar tan concreto como es el planeta Tierra. La historia universal es una entramada y tupida red de historias personales que pasan, al igual que el hombre, como efímero transeúnte y fugaz inquilino, por esta aldea global, que es la Tierra y que tampoco permanece anclada. Y si no está anclada, navega, camina. Pero, ¿hacia dónde? Es decir: ¿camina hacia un destino conocido que marque su sentido, su dirección, o va a la deriva? La respuesta la da la lógica con otra pregunta: ¿acaso puede no tener sentido?
La vida es un talento que se nos ha confiado para que lo transformemos y lo multipliquemos, dándola como don a los demás. Ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia; cada uno de nosotros forma parte de una gran familia, dentro de la cual tiene un puesto que ocupar y un papel que desempeñar. El egoísmo vuelve sordos y mudos; el amor abre de par en par los ojos y el corazón, capacita para dar la aportación original e insustituible que, junto a los innumerables gestos de tantos hermanos, a menudo lejanos y desconocidos, contribuye a constituir el mosaico de la caridad, que puede cambiar el rumbo de la historia.
Pero si la eternidad es nuestro horizonte de hombres hambrientos de verdad y sedientos de felicidad, la historia es el escenario de nuestro compromiso diario. La fe nos enseña que el destino del hombre está inscrito en el corazón y en la mente de Dios, que gobierna los hilos de la historia. Así pues, tenemos el deber de vivir dentro de la historia, al lado de nuestros contemporáneos, compartiendo sus anhelos y esperanzas, porque el cristiano es, y debe ser, plenamente hombre de su tiempo. No se evade a otra dimensión, ignorando los dramas de su época, cerrando los ojos y el corazón a las inquietudes que impregnan su existencia. Al contrario, es un hombre que, aun sin ser de este mundo, está inmerso cada día en este mundo, dispuesto a acudir a donde haya un hermano a quien ayudar, una lágrima que enjugar, una petición de ayuda a la que responder (4) .
Dicen a gritos que después no hay nada. ¿Están seguros? ¿Lo pueden demostrar? ¿Lo puede demostrar alguien, ustedes que su racionalismo les lleva a pasarlo todo por el tamiz de su mente? Porque que yo sepa y algo sé, todas las religiones y todos los modelos filosóficos cuando se han encarado con el escollo de la muerte han procurado dar adecuada respuesta pero sin conseguirlo. Han dado, sí, posibles salidas, que no se han creído ni ellos, como la reencarnación, o la desaparición absoluta… y por eso, me pregunto yo: ¿por qué van los descreídos a los cementerios?, o hay ese sentir universal y unánime en todas la culturas –también ancestrales– de culto a los muertos…, pero mi religión me lo prohíbe y no cederé: ¡no hay un “más allá”! En realidad, no van contra la lógica ni contra el cristianismo… van contra toda la humanidad… pero son ellos los que llevan razón. Iba por el Golden Gate un conductor suicida a la contra y la policía avisó por megáfono a los que transitaban y al escucharlo el loco dijo: “¿Uno?… ¡Todos van a la contra!”. Así les ocurre a los combatientes del ateísmo del siglo XXI que van como locos a la contra y sólo podrán matarse ellos solos y poco más. A mí no me consuela ni a ningún cristiano le consuela…, tan solo, apena.
Sabemos cómo, por desgracia, gran parte del pensamiento moderno, ateo, agnóstico, secularizado, insiste en afirmar y enseñar que la interrogación suprema es sólo una enfermedad del hombre, un artificio psicológico y sentimental, del cual es preciso curarse, afrontando audazmente el absurdo, la muerte, la nada. Pero en realidad, nada afrontan, ni tampoco muestran audacia, porque no acometen con coraje la cuestión del sentido de la muerte que explicaría el de la historia, en parte por el pánico a la sola posibilidad de encontrarse con un Dios al que niegan como dogma. ¿Cuál es la clave para acometer audazmente el escollo de la muerte?
La victoria de la vida sobre la muerte es lo que todo hombre desea. Todas las religiones, especialmente las grandes tradiciones religiosas que siguen la mayor parte de los pueblos de Asia, dan testimonio de cuán profundamente está inscrita en la conciencia religiosa del hombre la verdad de nuestra inmortalidad. La búsqueda humana de la vida después de la muerte encuentra cumplimiento definitivo en la resurrección de Cristo. La resurrección de Jesucristo es la clave para comprender la historia del mundo, la historia de toda la creación, y es la clave para comprender de manera especial la historia del hombre. El hombre, al igual que toda la creación, está sometido a la ley de la muerte. Pero gracias a lo que realizó Jesucristo, esa ley quedó sometida a otra ley: la ley de la vida. Gracias a la resurrección de Cristo, el hombre ya no existe solamente para la muerte, sino que existe para la vida que se ha de revelar en nosotros. Es la vida que ha traído Cristo al mundo. La vida humana que en Belén se reveló a los pastores y a los magos llegados de oriente en una noche estrellada, mostró su carácter indestructible el día de la Resurrección.
Porque el Cristo resucitado es la demostración de la respuesta de Dios a este profundo anhelo del espíritu humano. El Cristo resucitado asegura a los hombres y a las mujeres de toda época que están llamados a una vida que traspasa el confín de la muerte. La resurrección del cuerpo es más que la mera inmortalidad del alma. Toda persona, cuerpo y alma, está destinada a la vida eterna. La inmortalidad de toda persona puede venir sólo como un don de Dios. Y, de hecho, es una participación en la eternidad de Dios mismo” (5) .
¿Estamos en condiciones de conocer el sentido de la muerte del hombre, del porqué de su vida, de su para qué en la historia? ¿Puede alguien certeramente responder a los interrogantes sobre el dolor, la muerte o lo que hay más allá? ¿Se trata de una osadía sin fundamento? No es fácil responder a estas preguntas que se hace el filósofo y el hombre corriente. Encontrar algo que sea último y fundamento de todo lo demás, que sea explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya que hacerse nuevas preguntas es para, quizá muchos, una quimera. ¿Es lícito pretender salir de la duda, del interrogante que todo hombre se hace sobre el sentido de la vida? ¿Qué sentido tiene la vida? y, por consiguiente, ¿qué sentido tiene la historia humana? Es, ciertamente, la pregunta más dramática y también la más noble, que caracteriza verdaderamente al hombre en su dignidad de persona, que piensa y quiere. Efectivamente, el hombre no puede encerrarse en los límites del tiempo, en el vallado de la materia, en el nudo de una existencia inmanente y autosuficiente; pero puede intentar hacerlo, puede también afirmar, con palabras y con gestos, que su patria es el tiempo, y que su hogar sólo es el cuerpo. Pero, en realidad, la pregunta suprema le inquieta, le acucia, y le atormenta. Es una pregunta que no puede eliminar. Sabemos, por desgracia, como gran parte del pensamiento moderno, ateo, agnóstico, secularizado, insiste en afirmar y enseñar que la interrogación suprema es sólo una enfermedad del hombre, un artificio psicológico y sentimental, del cual es preciso curarse, afrontando audazmente el absurdo, la muerte, la nada (6) .
Hay gente en la élite intelectual que enseña cosas muy contrarias a éstas. Esa gente hace daño, sus doctrinas rezuman el jugo de la duda. Son quizá un eslabón más de la larga cadena de quienes niegan y niegan pero que, ayunos de respuestas, nada responden. La vida es corta, el tiempo apremia. ¿Logrará el hombre alcanzar la respuesta al sentido de su vida dadas las complejas y plurales filosofías que nos ahogan? La vida es un don que dura cierto período de tiempo en el que cada uno de nosotros afronta el desafío que implica: el desafío de tener un objetivo, un destino, y luchar por él. Falsos maestros –muchos de los cuales pertenecen a una élite intelectual en el mundo de la ciencia, de la cultura, y de los medios de comunicación social– presentan un anti-evangelio. Afirman que ya no hay ideales, contribuyendo así a una profunda crisis moral que afecta a la sociedad, una crisis que ha abierto el camino a la tolerancia e incluso a la exaltación de formas que la conducta moral y el sentido común antes rechazaban. Cuando les preguntáis: ¿qué he de hacer?, su única certeza es que no existe una verdad definida, un camino seguro. Quieren que seáis como ellos: ¡escépticos, dudosos y cínicos! De forma consciente o inconsciente, defienden un enfoque de la vida que ha llevado a millones de jóvenes a una triste soledad, en la que carecen de razones para esperar y son incapaces de sentir un amor verdadero. A lo largo del camino de la existencia de cada persona el Señor tiene para cada uno alguna tarea que hacer. Dos mil años de cristianismo ponen de manifiesto que esas palabras han sido admirablemente eficaces (7) .
Hay que ahogar el mal en abundancia de bien pero sin perder la calma. Negar a Dios es una de las mejores maneras de afirmarlo. ¿No quieres ser cristiano? No te desmelenes… no lo seas. ¿Quieres apostatar y hacer el mal? Dios te lo permite, hazlo. Él no se impone, tan solo se ofrece. Tú no quieres…, pues ve con Dios. ¿Quieres hacer proselitismo del ateísmo? Hazlo. Muchos que ya faltan también lo hicieron y ya ves… los balcones de muchas ciudades tienen un Niño Jesús festejando la Navidad por la iniciativa de un señor y al año que viene habrá diez veces más… Seamos cabales. Podemos ser malos y de hecho lo somos aunque más por debilidad que por maldad aunque los haya, pero no seamos necios. Y dijo el necio “Dios no existe”. Así dice la palabra de Dios escrita hace más de 28 siglos y desde el comienzo del hombre inscrita en su corazón. Gritan desaforadamente “la verdad no existe” por lo que hay que deducir que esa afirmación es falsa… luego existe.
Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podrá fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia: Se puede definir, pues, al hombre como aquel que busca la verdad (1) .
Vamos a cuestionarnos ahora el sentido de la historia, y lo primero de todo será preguntarnos si tiene sentido buscar un sentido a las cosas, la historia en este caso. Los puntos de vista tan dispares que ofrece la ciencia acerca de la vida y el mundo son tan abundantes y parciales que se pueden decir tantas cosas y tan opuestas sobre el mismo tema, que la “crisis del sentido” está servida. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esa barahúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad (2).
Parece pues que sí tiene sentido ir en busca del sentido de la historia, pero al punto aparece la siguiente cuestión. ¿Tiene sentido la vida? La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta del sentido. A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte (3).
En esa búsqueda, partir metódicamente de la duda –como hiciera Descartes– tiene gran atractivo porque se trata de buscar una verdad, que además iluminaría otras muchas oscuras cuestiones por las que se preguntan los hombres. La misma acción de buscar una verdad supone ya valorar la capacidad espléndida que posee el hombre de alcanzarla, aunque con mayor o menor esfuerzo hemos de añadir que con diversa fortuna también. La verdad del hombre como un ser histórico en el que con sus acciones hacen historia puede molestar a los que tiene a “no existe Dios” como dios, pero es poner puertas al campo. La historia se desarrolla en el Universo y en él tiene su transitar –día a día– en un lugar tan concreto como es el planeta Tierra. La historia universal es una entramada y tupida red de historias personales que pasan, al igual que el hombre, como efímero transeúnte y fugaz inquilino, por esta aldea global, que es la Tierra y que tampoco permanece anclada. Y si no está anclada, navega, camina. Pero, ¿hacia dónde? Es decir: ¿camina hacia un destino conocido que marque su sentido, su dirección, o va a la deriva? La respuesta la da la lógica con otra pregunta: ¿acaso puede no tener sentido?
La vida es un talento que se nos ha confiado para que lo transformemos y lo multipliquemos, dándola como don a los demás. Ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia; cada uno de nosotros forma parte de una gran familia, dentro de la cual tiene un puesto que ocupar y un papel que desempeñar. El egoísmo vuelve sordos y mudos; el amor abre de par en par los ojos y el corazón, capacita para dar la aportación original e insustituible que, junto a los innumerables gestos de tantos hermanos, a menudo lejanos y desconocidos, contribuye a constituir el mosaico de la caridad, que puede cambiar el rumbo de la historia.
Pero si la eternidad es nuestro horizonte de hombres hambrientos de verdad y sedientos de felicidad, la historia es el escenario de nuestro compromiso diario. La fe nos enseña que el destino del hombre está inscrito en el corazón y en la mente de Dios, que gobierna los hilos de la historia. Así pues, tenemos el deber de vivir dentro de la historia, al lado de nuestros contemporáneos, compartiendo sus anhelos y esperanzas, porque el cristiano es, y debe ser, plenamente hombre de su tiempo. No se evade a otra dimensión, ignorando los dramas de su época, cerrando los ojos y el corazón a las inquietudes que impregnan su existencia. Al contrario, es un hombre que, aun sin ser de este mundo, está inmerso cada día en este mundo, dispuesto a acudir a donde haya un hermano a quien ayudar, una lágrima que enjugar, una petición de ayuda a la que responder (4) .
Dicen a gritos que después no hay nada. ¿Están seguros? ¿Lo pueden demostrar? ¿Lo puede demostrar alguien, ustedes que su racionalismo les lleva a pasarlo todo por el tamiz de su mente? Porque que yo sepa y algo sé, todas las religiones y todos los modelos filosóficos cuando se han encarado con el escollo de la muerte han procurado dar adecuada respuesta pero sin conseguirlo. Han dado, sí, posibles salidas, que no se han creído ni ellos, como la reencarnación, o la desaparición absoluta… y por eso, me pregunto yo: ¿por qué van los descreídos a los cementerios?, o hay ese sentir universal y unánime en todas la culturas –también ancestrales– de culto a los muertos…, pero mi religión me lo prohíbe y no cederé: ¡no hay un “más allá”! En realidad, no van contra la lógica ni contra el cristianismo… van contra toda la humanidad… pero son ellos los que llevan razón. Iba por el Golden Gate un conductor suicida a la contra y la policía avisó por megáfono a los que transitaban y al escucharlo el loco dijo: “¿Uno?… ¡Todos van a la contra!”. Así les ocurre a los combatientes del ateísmo del siglo XXI que van como locos a la contra y sólo podrán matarse ellos solos y poco más. A mí no me consuela ni a ningún cristiano le consuela…, tan solo, apena.
Sabemos cómo, por desgracia, gran parte del pensamiento moderno, ateo, agnóstico, secularizado, insiste en afirmar y enseñar que la interrogación suprema es sólo una enfermedad del hombre, un artificio psicológico y sentimental, del cual es preciso curarse, afrontando audazmente el absurdo, la muerte, la nada. Pero en realidad, nada afrontan, ni tampoco muestran audacia, porque no acometen con coraje la cuestión del sentido de la muerte que explicaría el de la historia, en parte por el pánico a la sola posibilidad de encontrarse con un Dios al que niegan como dogma. ¿Cuál es la clave para acometer audazmente el escollo de la muerte?
La victoria de la vida sobre la muerte es lo que todo hombre desea. Todas las religiones, especialmente las grandes tradiciones religiosas que siguen la mayor parte de los pueblos de Asia, dan testimonio de cuán profundamente está inscrita en la conciencia religiosa del hombre la verdad de nuestra inmortalidad. La búsqueda humana de la vida después de la muerte encuentra cumplimiento definitivo en la resurrección de Cristo. La resurrección de Jesucristo es la clave para comprender la historia del mundo, la historia de toda la creación, y es la clave para comprender de manera especial la historia del hombre. El hombre, al igual que toda la creación, está sometido a la ley de la muerte. Pero gracias a lo que realizó Jesucristo, esa ley quedó sometida a otra ley: la ley de la vida. Gracias a la resurrección de Cristo, el hombre ya no existe solamente para la muerte, sino que existe para la vida que se ha de revelar en nosotros. Es la vida que ha traído Cristo al mundo. La vida humana que en Belén se reveló a los pastores y a los magos llegados de oriente en una noche estrellada, mostró su carácter indestructible el día de la Resurrección.
Porque el Cristo resucitado es la demostración de la respuesta de Dios a este profundo anhelo del espíritu humano. El Cristo resucitado asegura a los hombres y a las mujeres de toda época que están llamados a una vida que traspasa el confín de la muerte. La resurrección del cuerpo es más que la mera inmortalidad del alma. Toda persona, cuerpo y alma, está destinada a la vida eterna. La inmortalidad de toda persona puede venir sólo como un don de Dios. Y, de hecho, es una participación en la eternidad de Dios mismo” (5) .
¿Estamos en condiciones de conocer el sentido de la muerte del hombre, del porqué de su vida, de su para qué en la historia? ¿Puede alguien certeramente responder a los interrogantes sobre el dolor, la muerte o lo que hay más allá? ¿Se trata de una osadía sin fundamento? No es fácil responder a estas preguntas que se hace el filósofo y el hombre corriente. Encontrar algo que sea último y fundamento de todo lo demás, que sea explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya que hacerse nuevas preguntas es para, quizá muchos, una quimera. ¿Es lícito pretender salir de la duda, del interrogante que todo hombre se hace sobre el sentido de la vida? ¿Qué sentido tiene la vida? y, por consiguiente, ¿qué sentido tiene la historia humana? Es, ciertamente, la pregunta más dramática y también la más noble, que caracteriza verdaderamente al hombre en su dignidad de persona, que piensa y quiere. Efectivamente, el hombre no puede encerrarse en los límites del tiempo, en el vallado de la materia, en el nudo de una existencia inmanente y autosuficiente; pero puede intentar hacerlo, puede también afirmar, con palabras y con gestos, que su patria es el tiempo, y que su hogar sólo es el cuerpo. Pero, en realidad, la pregunta suprema le inquieta, le acucia, y le atormenta. Es una pregunta que no puede eliminar. Sabemos, por desgracia, como gran parte del pensamiento moderno, ateo, agnóstico, secularizado, insiste en afirmar y enseñar que la interrogación suprema es sólo una enfermedad del hombre, un artificio psicológico y sentimental, del cual es preciso curarse, afrontando audazmente el absurdo, la muerte, la nada (6) .
Hay gente en la élite intelectual que enseña cosas muy contrarias a éstas. Esa gente hace daño, sus doctrinas rezuman el jugo de la duda. Son quizá un eslabón más de la larga cadena de quienes niegan y niegan pero que, ayunos de respuestas, nada responden. La vida es corta, el tiempo apremia. ¿Logrará el hombre alcanzar la respuesta al sentido de su vida dadas las complejas y plurales filosofías que nos ahogan? La vida es un don que dura cierto período de tiempo en el que cada uno de nosotros afronta el desafío que implica: el desafío de tener un objetivo, un destino, y luchar por él. Falsos maestros –muchos de los cuales pertenecen a una élite intelectual en el mundo de la ciencia, de la cultura, y de los medios de comunicación social– presentan un anti-evangelio. Afirman que ya no hay ideales, contribuyendo así a una profunda crisis moral que afecta a la sociedad, una crisis que ha abierto el camino a la tolerancia e incluso a la exaltación de formas que la conducta moral y el sentido común antes rechazaban. Cuando les preguntáis: ¿qué he de hacer?, su única certeza es que no existe una verdad definida, un camino seguro. Quieren que seáis como ellos: ¡escépticos, dudosos y cínicos! De forma consciente o inconsciente, defienden un enfoque de la vida que ha llevado a millones de jóvenes a una triste soledad, en la que carecen de razones para esperar y son incapaces de sentir un amor verdadero. A lo largo del camino de la existencia de cada persona el Señor tiene para cada uno alguna tarea que hacer. Dos mil años de cristianismo ponen de manifiesto que esas palabras han sido admirablemente eficaces (7) .
Pedro Beteta López
Doctor en Teología
Notas al pie:
1. Fides et ratio, 28
2. Cfr. Fides et ratio, 81
3. Cfr. Fides et ratio, 26
4. JUAN PABLO II, Mensaje para la XI Jornada mundial de la juventud, 26-XI-1995.
5. JUAN PABLO II, Meditación en la vigilia de la Jornada mundial de la juventud, 14-I-1995
6. JUAN PABLO II, Audiencia a una representación militar italiana, 1-III-1979
7. JUAN PABLO II, Meditación en la vigilia de la Jornada mundial de la juventud, 14-I-1995
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