quarta-feira, 11 de março de 2009

Antes y ahora

Tengo para mí que, en el pensar y en el decir de todavía gran parte de los españolitos que andamos viviendo la hora actual como podemos (con crisis o sin ella), no se manifiesta con precisa nitidez el paso del siglo XX al siglo XXI. Ciertamente que éste usa todavía pañales y que un juicio global sobre su mayor o menor bondad sin duda resulta algo precipitado. Aunque la verdad es que, hasta ahora, sus pasos dados poco tienen de ilusionantes. Nos hemos agarrado a los preludios de Obama porque posiblemente poco más hay que reseñar. Y no es que en su precedente siglo XX no se dieran acontecimientos motivadores del llanto: auge efímero del totalitarismo, dos terribles guerras mundiales, otras muchas parciales y algún que otro férreo dictador, con Hitler y Stalin a la cabeza. Aunque, entre nosotros, de este último y el archipiélago Gulag o la persecución de Troski no haya interesado últimamente hablar mucho.

Ya se sabe: cada uno usa y hasta manipula la historia, el pasado, según convenga al presente y según sea más eficaz como arma arrojadiza contra el enemigo en un momento dado. Allá donde el hombre ha logrado poner su voluntad y, con ella, sus manos, siempre lo que encontramos es lo efímero, lo relativo que, claro está, de inmediato tendemos a disfrazar de absoluto y permanente. Parece que los españoles somos expertos mañosos en este menester.

Lo cierto es que de lo que solemos oír hablar es de «antes y de ahora». Tal como «antes eso no pasaba». O «antes no se veían estas cosas» que ahora desagradan. O «se ha perdido el concepto de esto o aquello». Con numerosos ejemplos más: antes había más orden, antes había más autoridad ahora perdida por doquier, antes había más gusto, antes se respetaba más a los mayores, etc. etc. Y estimo que para nadie constituye novedad si aclaramos que ese «antes» se puede referir a los años sesenta y comienzos de los setenta del siglo pasado. Es decir, a la etapa tecnocrática del régimen de Franco. Ni a la segunda República, ni a la guerra ni a los iniciales pasos de totalitarismo. Hablamos de los años en que, sin renuncia a la configuración de régimen autoritario que permanece, por primera vez en nuestro siglo XX, se forma una valiosa clase media, burguesa, no existente en el violento choque de la última guerra civil (sobre todo en las zonas rurales) y que, se reconozca o no en los iracundos tiempos que vivimos, constituyó la auténtica protagonista de la posterior transición.

Y es que en algunos sectores de nuestros ciudadanos, sobre todo en el más joven, parece tenderse a la creencia de que este país comienza, ha nacido en 1978. Entre nuestros estudiosos de la sociedad y la política, esto se hace más evidente. Si se me permite una alusión profesional, desde hace algunos años, en las oposiciones ( o lo que ahora sean) a la rama de Derecho Constitucional, han desaparecido en los programas los estudios de Historia Constitucional, olvidando lo mucho que hay que aprender desde nuestra Constitución de 1812, la gran aportación de España a Europa. Cuando el maestro Ortega legaba la alusión «a las circunstancias» a la hora de definirnos, incluía igualmente al pasado. Que a veces es «peso del pasado» y, en otras ocasiones, «ha sido siempre mejor». Por el mismo hecho de que al mirar al ayer supone siempre mirar a la juventud como época más creadora que parece que va a durar siempre, estamos siempre obligados a conocerlo, asumirlo y deducir sus lecciones. La historia es maestra insuperable que nos ha de guiar en la construcción de presente y futuro.

Resulta suficiente acercarse a los Anuarios para, por demás, comprobar que en nuestro país, como en otras naciones desarrolladas, la cantidad de personas con mayoría de edad ha aumentado notablemente. Como simple detalle significativo, piénsese que la tercera edad está creciendo en velocidad mucho mayor que la infancia y la adolescencia, que la natalidad disminuye y que, ya en los años noventa del pasado siglo, casi llegan a quinientas las personas que han logrado superar los cien años de vida. Y la forma en que cada generación administre y asimile su pasado es una buena prueba de la cultura de un país.

Pues bien, conectemos lo dicho con lo que aquí nos interesa. El franquismo duró cuarenta años, impregnando de su mentalidad a muy distintas edades. El régimen de estructura autoritaria (¡que nadie interprete mal lo que quiero decir!) caló hondamente en gran parte de la sociedad española. No hablamos de ideología, que no llegó a ser nunca una construcción sólida, sino un débil conjunto de aportaciones a las que unía una lealtad inquebrantable y un catálogo de negaciones que en otro lugar he reproducido («España al desnudo», Ed. Encuentro). Pero sí hubo alto índice de natalidad, como forma de ser y actuar, bien analizada hace años por el prof. Juan Linz. Y entonces, ¿es posible borrar, olvidar o mal interpretar todas las manifestaciones de dicha mentalidad?

En la España de nuestra hora conviven y han de seguir conviviendo quienes, por lo que fuere, vivieron, creyeron y hasta sirvieron al pasado del franquismo. Precisamente aquí, en este gran Pacto ahora puesto en cuarentena por algunos, es donde estuvo el centro y creo que hasta la misma posibilidad de la pacíficamente realizada Transición.

Fernando Suárez, hace poco y en estas mismas páginas, lo ha señalado con precisión y cierta ironía, destacando el hecho de que, en su día, fue el mismo Rey quien llamó «a todos» a sumarse a la gran obra de elaborar una democracia. Sin rebuscar en los pasados personales de nadie. Sin preguntar si se estuvo a favor o en contra. La lealtad al Rey y a su misma trayectoria personal conllevaba que, salvo la violencia terrorista, todos los españoles podían ser sujetos de una obra difícil, pero, en palabras del monarca, que los españoles íbamos a ser capaces de lograr «juntos» y en el mismo sentido.

El franquismo duró muchos años, basado en gran parte en la apatía política como signo de todo régimen autoritario. Con el pro y el contra. Y en tan extenso tracto, se concedieron honores. Se realizaron obras públicas que ahí están. En nombre de «El Jefe del Estado» (que vitaliciamente fue Franco) están los despachos profesionales abarrotados. Para unos era únicamente «servir al Estado» (¡No había otro!). Y, para otros, era también servir a quien consideraban su «Caudillo». Por las razones que fueran: haber ganado una guerra, haber consolidado una larga paz, haber ayudado muy generosamente a la Iglesia Católica, haber heredado el credo falangista, haber traído de nuevo la Monarquía, etc., etc. En ese inmediato pasado, renunciando unas veces y sin cambiar de bandera otras, estábamos todos los españoles. Gran error, por todo ello, el de quienes se empeñan en nuevas divisiones y en el rastreo del ayer. Entre otras razones porque no sólo quienes obedecieron a Franco tienen «su ayer». También quienes a él se opusieron.

Manuel Ramírez,
Catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza

www.abc.es

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