segunda-feira, 9 de março de 2009

Es la hora

...Alguien ha dicho que estamos en el Titanic bailando el último vals. No es el caso. La humanidad superará esta crisis y también las que vengan en el futuro. Pero esta crisis no se va a resolver con dinero sino con valores...

Todo el mundo coincide en señalar que España está padeciendo, además de los efectos de la crisis financiera mundial, su especial crisis inmobiliaria y que entre ambas crisis vamos a vivir una época económica especialmente dura y negativa en todos los aspectos y en especial en términos de un paro creciente que puede afectar a más del 20 por ciento de la población laboral y que va a provocar la desaparición de cientos de miles de empresas, especialmente micro pequeñas y medianas. Poco a poco, todo el mundo parece también coincidir en que, a la vista de esta situación dramática, -pienso que fui el primero en proponerlo-, sería obligado llegar a establecer acuerdos similares a los llamados «pactos de la Moncloa», en los que intervinieron todos los partidos políticos, incluidos los nacionalistas, los sindicatos y las organizaciones empresariales, unos pactos -también en eso hay acuerdo- que fueron la clave y el factor esencial para poner en marcha una recuperación y una modernización económicas verdaderamente admirables.

Siendo así las cosas, ¿qué es lo que impide que se avance ahora en la idea de generar acuerdos políticos y sociales que podrían ser instrumentos esenciales para paliar al máximo los efectos de una crisis que está poniendo en grave peligro economías mucho más sólidas que la nuestra y que cada día descubre aspectos más negativos e inquietantes? La respuesta es simple: lo impide la radicalización intensa y creciente de la vida política que está superando con toda facilidad -y no era tarea fácil- a la que sufrimos en la pasada legislatura. La causa inmediata de esa radicalización puede situarse en las ya pasadas elecciones gallegas y vascas y en las europeas del mes de junio. Es imposible -se nos dice- en este ambiente electoral alcanzar los consensos que se proponen. Habrá que esperar con paciencia a que se tranquilicen las aguas y se calmen los ánimos después de unos comicios que podrían generar no sólo cambios de estrategia sino incluso de líderes. El próximo otoño -¡el verano es sagrado!- sería, al fin, un periodo propicio para intentar unos nuevos pactos de estado.

Escuchando a estos analistas de la vida política su reflexión parece, en principio, sensata y realista. El único argumento en contra es, desgraciadamente, demasiado fuerte, demasiado invencible. No podemos esperar hasta entonces. La situación podría empeorar demasiado -hay mucha gente que lo da por seguro- y generar daños profundos e irreparables. La radicalización política no es un ejercicio sin consecuencias. No es algo neutro ni gratuito. Perjudica gravemente la convivencia ciudadana en todos los aspectos, incluyendo, desde luego, el económico.

La culpa de esta situación la tienen sin duda los propios partidos políticos que siguen comportándose -dicho sea de forma respetuosa- con una irresponsabilidad verdaderamente injustificable. Se han instalado en una dialéctica antigua, dolorosamente demagógica, e intelectualmente mísera, que produce desconsuelo, inquietud y sobre todo un profundo cansancio y aburrimiento. Los cambios sociológicos que se han producido en la ciudadanía española exigen a voz en grito mensajes más nuevos, más cultos, más nobles, más auténticos. Es decir, algo muy distinto a los mensajes catastrofistas de la oposición y a los angélicos y utópicos del partido en el poder. Nos merecemos, ciertamente, algo más que este diálogo torpe, vulgar y definitivamente peligroso.

La situación se empeora cuando se descubre que los partidos políticos ya no son ni siquiera los únicos ni los más importantes culpables de la radicalización que vivimos. Hacen buenamente lo que pueden para incrementarla pero de forma muy leve y moderada en comparación con la que promueven los medios de comunicación. Esta es la nueva verdad. Los partidos políticos han pasado, triste y definitivamente a un segundo lugar y los medios de comunicación se han convertido al fin en los rectores decisivos de la vida pública española. Son estos medios los que dirigen el apoyo o el ataque a unos y otros partidos según las épocas, según las circunstancias cambiantes y según los intereses, también cambiantes del conglomerado ideológico y empresarial que representan. Son también esos medios los que deciden quién -o, como mínimo, quien no- debe ser el líder de un partido concreto o de una organización determinada.

Son incluso los que investigan, desvelan, e incluso crean y manipulan a su antojo -violando sin el menor pudor el secreto sumarial-, cualquier género de escándalos. Son finalmente los que exigen la postura concreta a adoptar por los partidos políticos en todas las cuestiones sometidas a debate como el aborto, la eutanasia, el papel de la religión, o el del sector público o cualquier otro tema. Con todo ello el sentido de la libertad y la objetividad -aún en sus grados mínimos- está desapareciendo de una profesión periodística en la que ocupan lugares destacados verdaderos profesionales del debate chulesco, sectario y agresivo. La pasión por la verdad y por lo justo ha dejado de ser pasión. Es ya sólo un recuerdo romántico.

Ha llegado la hora en la que la sociedad civil española tiene que ponerse de pie y exigir un funcionamiento civilizado de la vida pública y de la vida política, en las que hasta ahora sólo se han dado ejemplos positivos en el diálogo social, un diálogo que ahora se hace más difícil y comprometido para todos. Hay que reaccionar ya. Las elecciones vascas y gallegas van a complicar seriamente el panorama político y los escándalos de corrupción, de tráfico de influencias, de espionaje, o de cualquier otro estilo, ya sean reales o virtuales, llegarán a generalizarse sin control y sin límite cara a unas elecciones europeas en donde los medios de comunicación aspirarán a tener la misma eficacia que han tenido en los últimos comicios. Da verdadero pánico imaginar los deplorables espectáculos que tendremos que padecer diariamente si no se pone coto a esta situación.

Ni los partidos políticos, ni los medios de comunicación, tienen en estos momentos la voluntad ni la capacidad autocrítica suficiente para detener este proceso. La sociedad civil tiene que ejercer la presión necesaria para que unos y otros se sientan forzados a hacer lo que irremediablemente tendrán que hacer, que no es otra cosa que asumir sin reservas que el derecho a discrepar, siendo como es un derecho básico en política, no es un derecho absoluto, entre otras cosas, porque ningún derecho lo es. Cuando existe -y ciertamente existe- un peligro real de un deterioro económico grave y profundo (ya somos la segunda nación de la Unión Europea con más pobres) que podría aliviarse o mitigarse con consensos y pactos de colaboración, no hay otra solución que alcanzar acuerdos. Es una obligación política y una obligación ética.

La ciudadanía española necesita en estos momentos mensajes positivos y morales de sus líderes en todos los terrenos. Estamos viviendo una crisis que sabemos que tendrá solución, pero nadie, absolutamente nadie, conoce ni el cómo ni el cuándo. Las recetas económicas clásicas han saltado por los aires y todos los gobiernos del mundo caminan «a tientas» -la expresión describe exactamente la realidad- sobre un terreno minado. Alguien ha dicho que estamos en el Titanic bailando el último vals. No es el caso. La humanidad superará esta crisis y también las que vengan en el futuro. Pero esta crisis no se va a resolver con dinero sino con valores. A la ciudadanía no le inquieta ni le abruma que se le pida sangre, sudor y lágrimas pero habrá que hacerlo desde la dignidad y con comportamientos serios. Eso es lo que exige la sociedad civil. Es nuestra hora.

Antonio Garrigues Walker, jurista
www.abc.es

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