No comparto la teoría de que el suicidio es un acto de cobardía. Es una decisión tremenda, última y definitiva, y para adoptarla hay que ser un valiente. Suicidio por desesperación, por amor, por ruina, por honor, por dolor, o por enfermedad. Se entra en el túnel de la desesperanza, o de la vergüenza social, o del desprecio, y quien no tiene apoyos externos, o creencias religiosas lo suficientemente arraigadas, o simplemente ganas de vivir, se acompaña a sí mismo al otro barrio. Los suicidas, cuando lo han sido de verdad, casi nunca han fallado. El tercer hijo del Rey Ilinmadok II de las Molucas-Selatán, Subonek Anguifu, se suicidó catorce veces, sin lograr su cometido. Quería ser el heredero y no aceptaba su condición de florero real. Ponía en conocimiento de sus servidores la hora en la que se iba a suicidar. «A las siete y cuarto, me suicido». Y se lo impedían. En la única ocasión que no informó a nadie se ahorcó, pero con los pies en el suelo. A las tres horas, se quitó la soga del cuello, y se fue a dar un baño en la piscina de Palacio, porque en las Molucas-Selatán hace mucho calor. Murió con ochenta años cumplidos de una neumonía.
En España tenemos otro suicidadito. Pero menos divertido. Es un canalla y se llama Miguel Carcaño. Es el asesino confeso de Marta del Castillo. Se ha «suicidado» en la cárcel con el cordón del chándal, y no sufrió herida alguna. Previamente, dejó al juez una carta, con toda probabilidad repleta de mentiras y pistas falsas. El cobarde no es el suicida, sino el que se suicida un poquito para que los tontos crean que lo ha intentado de verdad. Una lástima que no lo hiciera. Este asunto de Marta del Castillo, cada día que pasa, es más nauseabundo. Una pobre niña asesinada por unos criminales, y cuyo cuerpo no puede ser recuperado, porque esos criminales han tejido una red de mentiras perfectamente enlazada. En los familiares de Marta crece el dolor cada mañana nueva, mientras los canallas se divierten y se suicidan un poco.
Entretanto, los familiares de los asesinos se forran en alguna cadena de televisión, desdiciéndose, engañando, llorando lo que no sienten, lágrimas de folclore de sangre, inmoralidad suprema. Primero el río, después el vertedero de basuras. ¿Cuál será el próximo destino del cuerpo sin vida de una niña violada y asesinada por una pandilla de homínidos salvajes?
Si todo responde a la necesidad de que no se halle el cuerpo de Marta para salir de rositas de la atrocidad cometida, ¿no hay instrumentos legales para agravar las penas de quienes insisten en asesinar a una niña muerta? El monstruo suicidadito vive en un módulo especial de la cárcel, con diez internos de confianza, que lo cuidan y vigilan con continuos mimos y cuidados carceleros. Pero los cobardes, y el suicidadito lo es, terminan por desmoronarse. En unas pocas semanas, todos los implicados iniciarán la guerra por su cuenta, y las mentiras pasarán a formar parte del repugnante basurero removido palmo a palmo para encontrar el cuerpo de la niña asesinada. Se están riendo de la Justicia, de la Policía, de la Guardia Civil, de los familiares de Marta y de millones de españoles que confían en el funcionamiento del Estado de Derecho. No puede concebirse perversidad más terrible. Cuando se encuentre el cuerpo de Marta, al suicidadito hay que regalarle un chándal con un cordón menos flexible.
Alfonos Ussía
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