Dice Milan Kundera que si la Revolución francesa tuviera que repetirse una y otra vez, la historiografía estaría menos orgullosa de Robespierre. En efecto, si los historiadores tuvieran que vivir bajo la retórica de Robespierre, donde cada coma es un golpe de sable y cada punto una cabeza cortada, seguramente estarían mucho menos orgullosos del abogado del Terror. Pero puesto que en sus libros y conferencias hablan de algo que ya no volverá a ocurrir, la tempestad sangrienta de la Marsellesa, los años de la dictadura jacobina, construidos como las pirámides de Tamerlán, de cabezas humanas, se convierten en meras palabras, en discusiones: se vuelven más ligeros que una pluma... No dan miedo. No puedo estar más de acuerdo con Kundera. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a republicanizar a los franceses mediante la guillotina. Un Robespierre que volviera a cantar a coro las siete aterradoras palabras pronunciadas por las brujas de Macbeth: «Lo limpio es sucio, lo sucio limpio.» El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia. Todo, incluida la proclama estilo guillotina: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles». Y, como Robespierre no volverá a repetir sus tropelías en nombre de la Revolución, los artistas pueden tratar los hechos como Louis David, que pintó con sangre fría a los notables asesinados cuando los conducían al patíbulo, y que dijo en una ocasión: «Estoy captando las últimas convulsiones de la vida en estos malvados». Pienso en estas cosas después de ver las dos películas que Soderbergh ha dedicado a las hazañas y desventuras de Ernesto Guevara. Después de comprobar, una vez más, que el cine permanece fiel a la premisa homérica: narrar la leyenda. Así como David pintó a Marat, Soderbergh ha reconstruido los pasos del Che, atento únicamente al rostro amable del revolucionario argentino, sin querer oír que cada una de las palabras pronunciadas por su personaje en la ONU también era la respiración agonizante de una víctima. Para el director de Che, el argentino y Guerrilla, Ernesto Guevara es inevitablemente, casi gloriosamente, el anhelo eterno por construir un mundo más justo, un anhelo sin fronteras, sin enclave nacional, en Cuba, en el Congo, en Bolivia...
No digo que este retrato sea falso. El Che entró como médico en la revolución cubana de Fidel Castro y salió como guerrillero, constituyéndose en el modelo mismo del guerrillero, en el revolucionario ejemplar. Aquel para quien no hay nunca lugar fijo, no hay territorio, sólo la marcha, el movimiento continuo de la guerrilla. Aquel que quema su vida en la llama de la lucha y hace de la política y de la guerra contra el capitalismo el centro absoluto de su vida. Cualquier situación puede ser propicia: importa la decisión, no las condiciones reales. Si en Cuba doce hombres habían hecho una revolución, Ernesto Guevara calculó que en toda América Latina con unos cincuenta por país serían suficientes. El único problema, afirmaba el guerrillero argentino, era reunirlos, motivarlos y ponerlos en marcha. Pero este Che real, inmortalizado por la literatura y el cine, oculta sus rasgos más negativos. La otra cara del mito: su participación en la represión cubana, su espíritu profundamente dogmático, su admiración por la China de Mao, su empecinamiento sectario. El Che quiso hacer de la guerrilla una ciencia universal. Ortodoxo hasta el final, creyó que una revolución nacida de la boca de un fusil sería la llave de la historia, el sésamo que abriría las puertas de las cárceles. Hoy, sabemos que esa llave no ha abierto ninguna prisión. Al contrario, ha creado más.
Como la mejor literatura, el buen cine ennoblece y corrompe. En las crónicas de John Reed la revolución mexicana se despliega en tropeles humanos, marchando por un espléndido panorama de tierra y cielo. En la película Viva Zapata es imposible no conmoverse si el rudo caudillo agrario tiene las facciones admiradas de Marlon Brando y muere su muerte de gallo acribillado víctima de una emboscada infame. Algo parecido puede decirse del Che de Soderbergh y Benicio del Toro, que convierten el empecinamiento megalómano y suicida de la aventura boliviana en el acto generoso de un moderno Prometeo, muy en la línea de la imagen reverenciada por los jóvenes del 68. Porque el mito del Che, hoy incorporado al discurso anti-estadounidense y populista de Hugo Chávez, Evo Morales o Daniel Ortega, debe su resplandor heroico al mayo francés y al descontento juvenil de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Las generaciones anteriores habían conocido el culto al padre, adorado y temido: Hitler y Stalin , o Churchill y De Gaulle... La generación de los sesenta exaltó la tribu juvenil, la promesa de lo imposible. Los jóvenes de mayo nacieron entre las flores de California, aprendieron a andar en las largas marchas por los derechos civiles, estudiaron marxismo con el ampuloso Althusser, celebraron la revolución cultural proletaria de Mao, fueron fichados en las comisarías franquistas y, finalmente, reflejaron en las calles su ruptura con unos padres que habían perdido cualquier perspectiva que no fuera la de votar cada cuatro años o pagar religiosamente la cuota sindical. La guerra de Vietnam fue su mejor símbolo protestatario. El Che, su referente idealista y mártir predilecto. Muchos habrán sentido el hechizo de la nostalgia durante la visión de la dos las películas de Soderbergh. Muchos se habrán emocionado al recordar el tiempo irrescatable de la juventud. Los ideales rotos de la divina juventud. A esto, el historiador responde, inevitablemente, con escepticismo. Nostalgia... ¿de qué? ¿Para qué sirvieron todas esas hermosas frases escritas en los muros, esos gestos heroicos desplegados sin riesgo alguno, esa alegría de flores y palabras que se expandió como una ola de cándido optimismo?
De pronto, con la misma rapidez con que había aparecido, la protesta juvenil se disipó. En los setenta la rebelión se apagó y la crítica enmudeció. Fue el tiempo de las bandas terroristas, nutridas, en gran medida, de jóvenes vampirizados por la vulgarizada imagen de las guerrillas latinoamericanas. El tiempo de las Brigadas Rojas en Italia o de la Baader-Meinhoff en Alemania, parte de cuyos integrantes trataban de imitar el comportamiento, los gestos, el vestuario o la forma de hablar del Che. Una década de bombas y plomo. Fascismo rojo, igual de reprobable que el negro de Mussolini o el pardo de los nazis, por más que Fassbinder y otros cineastas alemanes se empeñaran en dar a los jóvenes terroristas cierta grandeza, el rostro airado de una Antígona que lucha con su propia conciencia y contra la violencia oculta de las democracias occidentales. Fascismo de izquierdas, tan letal como el de derechas, pues sorprendentemente manejaba los mismos conceptos que la ideología nazi: hay que destruir la fe del ciudadano en el Gobierno que él mismo ha elegido para que de las ruinas nazca un nuevo orden social.
A pesar del romanticismo que la leyenda imprime a sus vidas, ni el Che ni sus imitadores urbanos de los años setenta, defendían la libertad. Su ideal, y esto es, precisamente, lo que obvia Soderbergh en Che, el argentino y Guerrilla, o Uli Edel en su reciente aproximación a la Baader-Meinhoff, RAF, facción del ejército rojo, era la instauración de un despotismo de sectarios. No estaban con Alexander Dubcek, que lideró en Praga una pequeña rebelión contra la burocracia intervencionista y dictatorial de Moscú. Estaban con Mao, que atacaba a los intelectuales críticos e imponía el adoctrinamiento masivo de la población. Pier Paolo Pasolini supo ver el carácter retrógrado de aquellos imberbes revolucionarios, cuando escribió: «¡Oh generación desdichada! ... pasaste los días de la juventud no saliendo jamás de la repetición de las fórmulas.»
Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto. Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.
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