sábado, 7 de março de 2009

La sociedad contra sí misma

Nunca como hasta ahora los españoles, como el resto de europeos y occidentales, han disfrutado de un grado de bienestar tan alto. Bienestar económico, político y social. A ello no es ajeno el hecho de que jamás como hoy la ciencia y la técnica han alcanzado tan altos niveles de desarrollo. No es lugar este para relatar el vertiginoso despegue que han experimentado las ciencias médicas en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad. Baste con recordar que hoy el hombre es capaz de llegar a límites médicos donde antes era imposible que lo hiciera, y ha atesorado un poder sobre la vida y la muerte que jamás en la historia ningún visionario podía siquiera imaginar.

Nunca como ahora las sociedades occidentales han tenido la capacidad de luchar por la vida de sus ciudadanos, de librarlos de enfermedades y de problemas de salud que antes conducirían a la tumba. Esto constituye, para una civilización, una garantía de extensión e influencia y sobre todo de garantía de supervivencia. Si una sociedad busca salvaguardar las vidas de los suyos, entonces no cabe duda: el desarrollo médico es, sin duda, un valor estratégico de primer nivel, que marca por sí solo diferencias entre diferentes sociedades.

Sin embargo, algo muy grave está ocurriendo en nuestras sociedades cuando todo el potencial de la técnica y de la ciencia se empieza a poner al servicio de la muerte de sus ciudadanos. Causa pavor comprobar que la capacidad interventora de la medicina contemporánea se empieza a poner al servicio de acabar con vidas humanas, las más débiles y vulnerables, además: las de los ancianos y enfermos incapaces ya de hacerse cargo de sí mismos y las de los niños no nacidos dependientes totalmente de su madre. No ya sólo por las muertes, sino por su significado social y cultural: el de la extensión de una mentalidad para la muerte según la cual ni la vida es el valor máximo ni en el fondo nos pertenece.

Esto es posible porque hoy en día la ciencia médica ha caído, humillada y por ahora derrotada, a los pies de la ideología progresista. Para ésta, no lo olvidemos, el hombre debe liberarse progresivamente de las ataduras de la naturaleza, da igual que se trate del género sexual o de un hijo en las entrañas. No es ninguna casualidad que el orwelliano Ministerio de Igualdad sea el que abandere el tratamiento de los fetos como tumores; al fin y al cabo, acabar con la maternidad es el mayor avance de la "liberación de la mujer", y por eso quieren convertirlo en un derecho. En este asunto, como en el de la eutanasia, la profesión médica es hoy rehén de la ideología y a los médicos les resulta difícil escapar de las consignas ideológico-éticas que emanan de la izquierda.

Así las cosas, a quienes consideraban y consideran que la política proabortista del Gobierno era una simple cortina de humo, advertimos hace ya tiempo: acabaremos la legislatura con una nueva ley del aborto, y entre garzonadas y patxilopezadas, en éstas estamos. Lejos de ser una cortina de humo, el proyecto del Gobierno de subvertir los valores cívicos y morales de España es tan real como que el experimento marcha imparablemente. Y en lo que aquí nos ocupa, la extensión del aborto no es más que otra de las patas del combate de la izquierda postmoderna contra el pasado, la tradición y los valores humanistas occidentales.

El Gobierno y la izquierda postmoderna buscan hacer tabula rasa con el pasado, la tradición y la cultura occidental, para dar lugar a una sociedad nueva, donde el Gobierno garantice a los niños un pronto goce sexual y un aborto rápido, eficaz y seguro. Si los padres creen que en este rapto social de sus niños tienen algo que decir, van listos: toda la política izquierdista dirigida a la infancia y la adolescencia, desde la salud a la educación, se mueve por ese principio, en el que ellos cuentan poco. No es sólo en España, desgraciadamente, y no sólo por la izquierda por donde se busca dotar al Estado de la capacidad de decidir sobre la vida de las personas en su totalidad, desde su nacimiento hasta su desarrollo y muerte. Pero aquí la situación alcanza un grado de degeneración mayor.

Cuando una sociedad empieza a considerar el aborto un derecho, y sus gobernantes dicen que van a poner todos los medios necesarios para matar a los no-nacidos, es que algo marcha muy mal, y la inversión de valores va adelantada. No olvidemos que la sociedad tiene como finalidad última garantizar la vida de los que la componen. Y cuando lo que se plantea es precisamente cómo quitársela y cómo poner todo el potencial de la técnica y la ciencia para ello, entonces es que está sumida en una profunda crisis. El bienestar y la opulencia pueden entonces esconder su propia autodestrucción.

No estamos en absoluto obligados a caminar por la senda marcada por la izquierda. El deterioro de los valores tradicionales no es inevitable ni mucho menos. Es cuestión de coger el toro por los cuernos. Partamos de una verdad incuestionable: la oficialización del aborto es una calamidad para cualquier sociedad humana, va contra su propio sentido. Por eso es necesario empezar a romper tabúes y abrir el debate sobre su penalización, tanto para las madres como para los médicos que lo practican, así como de las circunstancias atenuantes y los supuestos que se puedan añadir. 

GEES, Grupo de Estudios Estratégicos. 

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