Se han resistido hasta el final. Amontonados a 25 metros de profundidad y sepultados bajo 20.000 kilos de cal y arena arrojados por sus verdugos, los muertos de Camuñas, en Toledo, han tardado en aparecer. Pero lo han hecho, al fin. Después de cinco días de duro trabajo, a la una y media de ayer sábado los espeleólogos anunciaron la noticia que todos esperaban.
–¡Hay huesos!
Huesos. Primero un cráneo. Luego un esqueleto completo. Y después, muchos más. Un montón de cadáveres de víctimas de la represión republicana de unos dos metros de altura. Aparentemente, cientos de ellos –es probable que más–, que constituyen la prueba documental de la mayor fosa común del bando nacional encontrada tras la dictadura.
Para extraerlos ha sido necesario poner en marcha una operación, de la que LA RAZÓN ha sido testigo en exclusiva, inédita hasta ahora en España. Primero, por la complejidad que supone adentrarse en busca de restos a tanta profundidad. Segundo, porque nunca hasta ahora se había introducido bajo tierra un georradar de última tecnología. Y, sobre todo, porque es la mayor operación de memoria histórica del bando nacional emprendida hasta la fecha. De llevarla a buen puerto se han encargado cuatro infatigables espeleólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, tres de ellos Tolosa, uno de Beasain. Vascos, vascos: de los que no se rinden. Junto a ellos, un cura con mucha memoria. Y un técnico en radares con una moral inagotable.
Vivos y muertos
Al igual que en tantas y tantas cunetas repletas de víctimas republicanas, de tapias de cementerios y bosques apartados en los que aún quedan muertos de la contienda del 36, en la mina de Las Cabezuelas, a medio camino entre Toledo y Ciudad Real, se esconden los desastres de la Guerra. Durante dos años y medio, los milicianos fueron arrojando al fondo del pozo –una antigua explotación romana de plata– a todos aquellos que consideraban partidarios del bando nacional. ¿Requisitos? Cualquiera: ir a misa, no levantar el puño, tener tierras o ser religioso. Las víctimas eran recogidas en todos los pueblos de la zona, transportadas en camiones y empujadas al abismo. Los más viejos del lugar sostienen incluso que eran traídas en vehículos soviéticos de las checas de Madrid. Dicen que al principio los tiraban vivos, hasta que un miliciano que empujaba a un sacerdote cayó con ellos. Para qué correr riesgos. A partir de entonces, tiro en la nuca en la boca del pozo... y el siguiente.
–¡Hay huesos!
El anuncio es el final de una historia que bien pudo haber terminado mal. Lo sabe Asier Izaguirre, que se ha pasado cuatro días sacando arena del fondo de la mina. Del centro de la Tierra. Palada va, palada viene. Carretilla arriba, carretilla abajo. Al salir, una palmadita en la espalda: «¡Esto es más duro que escalar el Himalaya, ¿eh?!». Veremos. Habrá tiempo para comprobarlo. Izaguirre embarca mañana lunes camino del techo del mundo, en una nueva misión del programa de televisión «Al filo de lo imposible». Será su cuarta subida a la cumbre y su novena expedición de este tipo. «¡Lo que vas a presumir tú en el campamento base con los nepalíes contando lo de la mina de Camuñas!», le tienta su compañero Tito Aguirre.
¿De dónde sale tanta arena?
Alpinista como él, Tito es también duro y rocoso. Del mismo Tolosa. Lleva ya unos cuantos «ochomiles» a sus espaldas, pero se desenvuelve con similar soltura a 25 metros bajo tierra. Arriba, sujeto con un arnés y sobre la lápida que recuerda a «los cristianos que dieron sus vidas víctimas de la Guerra de 1936 a 1939», Sebas sube y baja carretillas, una tras otra, pero se niega a perder la cuenta: «¿Habéis apuntado ésta última?», pregunta con insistencia. El jueves son 109. El viernes concluye con 139. ¿Pero de dónde sale tanta arena? Con la sotana llena de polvo hasta el alzacuellos y los zapatos marrón obrero, Jorge López Teulón, el postulador de la causa de los mártires de Castilla-La Mancha, se encarga de vaciar cada carro, mientras Luis Avial, el dueño de la empresa Cóndor Georradar, el moderno robot empleado en la exhumación, se afana en buscar restos metálicos con el detector. «Para que luego digan que los curas no trabajamos», bromea el sacerdote.
Los expertos de Garzón
Etxeberria es uno de los siete expertos que eligió Baltasar Garzón para buscar víctimas de la represión franquista. Luis Avial ha participado en la apertura de 13 de las 19 fosas investigadas por el juez. Ninguno de los dos lo dudó cuando les propusieron subirse al barco. «Si se trata de vulneraciones de los Derechos Humanos, contad con nosotros», respondió el forense. Los muertos no tienen ideología.
Montones de cal
Llevar a buen puerto la misión ha sido de lo más laborioso. Lo primero fue, el pasado martes, retirar la lápida en honor a los caídos colocada sobre la boca de la mina, al finalizar la guerra, ante la imposibilidad material de rescatar un solo cuerpo. Después de asentar los muros, tocó retirar arena. Kilos y kilos. El miércoles llegaron las primeras evidencias. Confundidas con la tierra aparecieron las primeras bolas de cal, que los republicanos arrojaron poco antes de que la región cayera en manos del bando nacional para dificultar el rescate de los cuerpos. El desesperado intento por borrar las huellas no fue más que un atajo en la Historia. «La cal destruye los tejidos blandos, pero fortalece los huesos. Es como una cápsula del tiempo», explica Avial.
El primer ingrediente para el suspense llegó el viernes. Un arnés por aquí. Otro por allá. Y listo. Por primera vez se introdujo un georradar a tanta profundidad para rastrear la presencia de restos de huesos o cualquier otra sustancia distinta a la arena. La misión del robot, el más sofisticado de este tipo que existe en el mundo, fue hacer una lectura del terreno, similar a la que se realiza con un tac nuclear, para detectar cualquier anomalía. «¡Muy buenas noticias! –proclama Avial al salir del pozo–. Estamos a dos metros y medio de un cambio en el terreno ¡Pueden estar ahí los huesos!».
«Estamos a un palmo, ¡a sólo un palmo! No creo que haya más», anuncia al salir el forense Etxeberria mientras, derrengado, da cuenta de un almuerzo de queso manchego. «Sería mejor chorizo, pero es que estamos en vigilia», se lamenta el sacerdote. Nadie protesta, ni mucho menos.
No hay tiempo que perder. El proyecto va ya a contrarreloj y hay que volver al tajo. A seis manos, los tres operarios de Aranzadi vuelven a llenar carros y carros de arena. Muy pronto llega la segunda evidencia: aparecen cada vez más restos de maderas, aparentemente de puertas y tablones, que fueron arrojados tal cual para rematar los cuerpos indefensos, cubrirlos de escombros y, según los lugareños, quemarlos después. Un obstáculo más para los que, 70 años después, quieren hacer uso de memoria histórica.
No hay tregua. Más carros, más arena, más piedras, más madera, más cal. ¿Dónde están los huesos? ¿De dónde diablos sale tanta tierra? Llegan nuevos testimonios que indican que, necesariamente, debe haber luz al final del túnel: un anciano de la vecina Puerto Lápice, republicano, acaba de confirmar que allí se arrojó durante la Guerra Civil «a mucha gente», y que llegaban camiones de fuera cargados de cuerpos. Encima se echó mucha arena, reconoce. A fe que se hizo a conciencia.
«Suspendemos la operación»
Carros, arena, piedras, madera, cal. Y vuelta a empezar. Más carros, más arena, más piedras, más madera, más cal. Al margen de una vaina disparada de fusil y un proyectil del 9 corto sin percutir, no se hallan más que tornillos y lo que parecen ser goznes de puertas. Eso sí: hay restos de una granada arrojada desde el exterior para que estallara en el fondo. El blanco era seguro. Los supervivientes, si por aquel entonces quedaba alguno, no pudieron escapar de ella.
A última hora del viernes, sin embargo, cunde el desánimo. La operación está a punto de venirse abajo. Se han sacado ya 15 toneladas, pero de los cuerpos no hay ni rastro. Los muertos de Camuñas se niegan a salir. El sacerdote Jorge López Teulón se desespera: «Si no aparece nada en media hora, tapamos y volvemos después de Semana Santa». El técnico del georadar no pierde la fe: «Tiene que estar ahí, tiene que estar ahí mismo». El forense Etxeberria y Asier Izaguirre deben marcharse, éste último para su expedición al Himalaya. Y no es plan de tocar las nubes sin haberse quitado antes ni tan siquiera el polvo del fondo del infierno.
Si se quiere seguir el viernes hacen falta voluntarios que echen una mano a boca de mina. «Yo contrato a quien sea, pero esto no lo dejamos así», promete el dueño de la finca. Y lo cumple. Al alba del sábado hay ya las manos suficientes para hacer un último esfuerzo. Poco antes de comer, una de las paladas acaba con la incertidumbre. Adosado al fondo aparece una cavidad que da paso a una sala de unos siete metros, utilizada en la antigua mina. Allí están los cadáveres que llevan una semana buscando.
Lo que ven los ojos de los espeleólogos es lo que tantas veces han contado los viejos del lugar. En la mina de Camuñas se mató a mucha gente por el simple pecado de ser de derechas o ser creyente. Ahora se podrá documentar, por fin, cuántos fueron. Después de mucho sufrimiento, el más ambicioso proyecto de memoria histórica ha llegado a buen puerto. «Dios aprieta, pero no ahoga», concluye Luis Avial.
La sorpresa de los romanos
Los espeleólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi estaban preparados para encontrarse en el fondo de la mina a las víctimas de la represión de la República, pero no lo que hallaron en la cavidad anexa que, contra todo pronóstico, se abría junto al fondo del pozo: una sala de unos siete metros de ancho por siete de largo y tres de alto que utilizaron los romanos para sacar las vetas de plata de la mina. En ella se hallaban los restos, perfectamente conservados, de tres caballos, supuestamente utilizados por los romanos como norias para extraer el metal precioso. Y no sólo eso: en esa misma galería, se abre otro pozo de unos ocho metros de profundidad repleto de secretos aún por explorar.
A la espera del forense
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