Admito que el anticomunismo ha sido una militancia poco grata. Al extremo de que el adjetivo anticomunista llegó a alcanzar en Occidente un tufillo de barbarie ideológica, incompatible con la sosegada racionalidad que siempre se espera de intelectuales y artistas. |
Alguna vez he sido presentado al auditorio en un congreso de escritores con la advertencia previa de que oirían a un señor anticomunista, no obstante lo cual parecía ser una persona honorable y serena que no pondría en peligro la seguridad de la concurrencia. El presentador no dijo si yo era un buen o mal ensayista o novelista, si original y creativo, o de lectura penosa, no aclaró si era barroco o amante de la claridad en la prosa. Para el presentador, y tal vez para el auditorio, el rasgo más significativo (y acaso siniestro) es que con frecuencia solía manifestar que el comunismo era una desgracia para la humanidad.
No había remedio. El anticomunista, por definición, tenía que ser una especie crispada de loco de barricada y macana, al que siempre se le endilgaba el calificativo de visceral. No pensaba con la cabeza, sino con las vísceras. Generalmente con el hígado, con los testículos, con una combinación de ambos o con ese estómago invariablemente saciado por la mano peluda de la CIA. Y es que el anticomunista solía decir cosas muy desagradables para todo aquel a quien le latiera en el pecho un corazoncillo medianamente progresista. Afirmaba, por ejemplo, que el marxismo no era esa ciencia infusa que enseñaban en las universidades sino una superstición ideológica contraria a la evidencia empírica. Marx podía decir misa, pero las telarañas en la despensa y los gritos en el calabozo, después de 70 años, eran más elocuentes que todos los sofismas de la secta. El anticomunista decía que el modelo de Estado creado por los camaradas del Este y calcado en el Tercer Mundo por media docena de locos pintorescos de la peligrosidad de Castro y Mengistu, empobrecía radicalmente a los pueblos, hundiéndolos en unos niveles de miseria más hondos que los que se conseguían en una economía de mercado. El anticomunista decía, aseguraba, que los habitantes del universo socialista se sentían atrapados en un sistema al que odiaban y del cual huirían si se presentaba la menor oportunidad.
Pero había más: el anticomunista, no contento con insistir en su aburrido ritornello, convocaba a la resistencia ante el avance del sistema que constantemente denunciaba. El anticomunista estaba melancólicamente convencido de que a partir de 1917, y más aún después de la Segunda Guerra Mundial, el propósito de conquista de Moscú se había exacerbado peligrosamente. Por eso en 1948 el anticomunista apoyó a los berlineses del Oeste frente al bloqueo de Stalin, negándose a aceptar los gritos apaciguadores que se oían en Occidente. El anticomunista le puso el hombro a los griegos frente a las guerrillas durante la guerra civil de fines de la década de los cincuenta. A Europa occidental, cuando tuvo que inventarse la OTAN a toda carrera. A Corea del Sur, cuando los del Norte cruzaron el paralelo 38 como una exhalación, dispuestos a reproducir en Seúl el paraíso de Pyongyang e implantar en toda la península la sabiduría definitiva de la Idea Suche destilada por el cerebro maravilloso de Kim Il Sung. El anticomunista se aferró y defendió las ondas de Radio Free Liberty y Radio Free Europe, y luego Radio Martí, porque creía que sólo la información y la libre discusión podían salvar la causa de la libertad en el planeta.
Verdad que era un aguafiestas el anticomunista. ¡Qué tipos impertinentes! Sólo que la historia les ha dado la razón. Era cierto que Marx vivió y murió minuciosamente equivocado. Era cierto –ahora, a través de las grietas del Muro, se ha visto con toda claridad– que las sociedades comunistas constituían una calamidad histórica sólo comparable a las peores plagas bíblicas. Era verdad lo de los infamantes pactos con Hitler, lo del atropello de las repúblicas bálticas, lo del Gulag, lo del avasallamiento de las nacionalidades y los nacionalismos. No era falso que el Partido era una repugnante maquinaria de asignar privilegios, cometer errores y esquilmar a los pueblos. No era mentira que todos, o casi todos los súbditos de las sociedades comunistas vivían inconformes, tristes, anhelando otro tipo de vida. No exageraban cuando decían que la URSS y sus satélites conspiraban deliberadamente para ganarse a todo el planeta para la causa del comunismo, como tácitamente hoy admite Moscú al renunciar al espasmo imperial y a la vocación de conquista.
Porque, en rigor, ¿qué hubiera sido de Occidente sin estos pesados y tozudos anticomunistas? Ese Berlín libre que hoy nos emociona, esperanza y amparo para los alemanes cautivos, ¿hubiera sobrevivido sin la terquedad anticomunista de Truman? ¿Qué hubiera sido de Europa occidental sin esa OTAN condenada por todas las izquierdas y por todos los progresistas? ¿No ha sido, a la postre, la capacidad de resistencia de los anticomunistas, con su desacreditada estrategia de containment, lo que ha facilitado el evidente fracaso del comunismo? ¿Qué hubiera sido del denostado mundo libre si los anticomunistas no hubieran resistido en sus trincheras hasta el agotamiento económico e ideológico del adversario? ¿No hubiera sucumbido todo el planeta en el error del marxismo durante un largo y oscuro periodo?
Yo creo que los anticomunistas merecen ya, urgentemente, satisfacciones públicas de los intelectuales, profesores, artistas, periodistas y otros bípedos que durante cuatro décadas los han zaherido. Lo más espectacular, sencillamente, sería convertir el Muro de Berlín en un arco de triunfo y organizar un desfile de anticomunistas para rendirles honor, pero sería suficiente que los difamadores de los anticomunistas, vencidos por la evidencia, reconocieran, corazón adentro, que han vivido equivocados, que han sido injustos. Que hoy se benefician de quienes hasta ayer eran víctimas de sus descalificaciones. Que gracias a la tenacidad de los anticomunistas hoy el planeta tiene delante un futuro pacífico y prometedor. Que hoy el mundo es mejor gracias a ellos. Que teníamos razón.
25 de diciembre de 1989
Coda en 2009
La izquierda sigue jugando con las palabras de una manera obscena. Se autocalifica como "progresista", pese a que los pueblos que menos progresan son los sometidos a sus dogmas. Ser llamado "comunista" ya no posee un aura romántica, pero ser calificado como "anticomunista" mantiene una oscura e injusta connotación derechista, algo que no sucede con el adjetivo "antifascista", pese a que las consecuencias del fascismo, aunque lamentables, fueron mucho menos intensas que las dejadas por el comunismo.
NOTA: Este texto es el capítulo 23 de LA ÚLTIMA BATALLA DE LA GUERRA FRÍA, el más reciente libro de CARLOS ALBERTO MONTANER, que acaba de publicar la editorial Gota a Gota.
http://findesemana.libertaddigital.com
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