Con la reaparición de lo que en algunos protocolos judiciales de Nüremberg se llamó «Science in Behemoth», aludiendo con este nombre a la ballena bíblica, que era el símbolo del Mal absoluto, nos vuelve a alcanzar la pesadilla de la peor noche del mundo de las habidas en la historia, y que hemos venido creyendo por las buenas que estaba superada para siempre. Es decir la teoría y la práctica del pensamiento del «higienismo» científico nazi, que administraba vida y muerte.
En 1956, Romano Guardini advertía que «lo que ha ocurrido en Alemania desde 1933 a 1945 revela algo que ha tenido lugar en todo el mundo dominado por Occidente, y que sigue teniendo lugar, y ejerce su influencia. Dejen pasar unos cuantas generaciones que todavía hayan percibido de algún modo la exigencia cristiana de conciencia ante la necesidad del prójimo, dejen que se forme del todo el hombre enteramente terrenal, asentado sólo en su propia naturaleza y en su fuerza, el hombre en cuya formación se trabaja por todas partes; y ya verán que lo que ha ocurrido en Alemania en estos años puede ocurrir en todas partes de alguna manera. De manera indirecta, no directa; de forma cauta, no brutal; con fundamentación científica y no fantástica, pero con igual sentido, más aún, quizá de modo más destructivo, por estar disfrazado de razonabilidad y humanidad». Y dos cosas hay que comentar, enseguida, ante estas palabras: primeramente que todo ese diagnóstico ha tenido un atroz cumplimiento, y luego que Guardini no alude a una cuestión confesional, sino a un elemento de nuestra civilización, en trance de desaparición pura y simple, y en plena indiferencia.
Desde luego ya habitaba esa «Science in Behemoth», en las teorías filosófico-científicas, y en la práctica de las clínicas, mucho antes de la aparición del nazismo, y, sin ir más allá, se podría invocar pongamos por caso el film de Ingmar Bergman, «El huevo de la serpiente», que incorpora, a la historia que se cuenta en la película, unas escenas de experimentación real en laboratorio con «material humano», en el tiempo de la República de Weimar. Aunque sabemos, documentalmente, que mucho antes de Weimar y después de Weimar y de Nüremberg, y un poco por todas partes, se ha seguido actuando de ese modo en nombre de la autonomía de la ciencia respecto a toda norma ética, y de estar realizando un servicio social y de progreso.
Todavía novelas que contaban esas historias de horror científico como «El mar y el veneno» de Shuzaku Endo o «La sospecha» de Friedrich Dürrenmatt sobrecogían a los lectores de los años sesenta y setenta, y más tarde lo hicieron reportajes periodísticos que daban cuenta de investigaciones científicas y de manipulaciones psíquicas que mostraban cómo Behemoth también se había acomodado en las democracias.
La sospecha ante la muerte en una clínica del Tercer Reich de una cuñada suya, enferma psíquica, incitó a Kurt Gerstein a la investigación de los hechos, y le llevó en poco tiempo al centro mismo del Infierno: a las pruebas del asesinato legalizado o de Estado, a la hora del nacer, de la enfermedad, o del morir, y a la instrumentalización de la ciencia como norma de construcción política y social.
Hasta finales del XIX, en efecto, la idea de «la santidad de la vida humana» era común a la cultura liberal y a la laica, pero esta idea común fue luego liquidada no exactamente por la teoría científica del darwinismo, –Wilhem Bölschen protestaría de ello ya en su tiempo–, sino por el darwinismo filosófico, según el cual el individuo humano debe ser liberado de toda «fábula antropológica», y aceptar que la única razón del ser y del vivir humanos es la utilidad material y política de la especie. La muerte ya no es el enemigo del hombre, como la presentó la cristiandad, sino la gran fuerza del progreso, según explicaba Haeckel a su devoto hermano; y estos prestigios de la muerte son los que vuelven, ahora, a fascinarnos.
José Jiménez Lozano, Premio Cervantes
www.larazon.es
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