El alma del universo está ensamblada con el número y la armonía, decía Platón en el Timeo. Durante la Edad Media el quadrivium se organizaba en cuatro disciplinas que giraban sobre la cantidad: la aritmética, que estudiaba la cantidad discreta en sí misma; la música, la cantidad comparada con otras, como proporción; la geometría, la cantidad continua fija; y la astronomía, la magnitud en movimiento. El papel nuclear de la música se reforzó en el Renacimiento con el neoplatonismo y la tradición hermética. La armonía no era sólo el nombre de la consonancia, sino expresión del orden de los cuerpos celestes, las esferas, y, por extensión, del universo.
Todavía escribe Descartes en el siglo XVII un compendio de música, que, al poco de morir, se publicaría en un volumen junto a su Discurso del Método y los tratados sobre la Mecánica, la Dióptrica y los Meteoros. Para Descartes la teoría de la música no se agotaba en el estudio de las proporciones entre los sonidos y sus combinaciones, sino que debía considerar sus efectos sobre el oyente y la capacidad de suscitar compasión o dolor. Un siglo después Rousseau compone algunas óperas y la mayor parte de los artículos sobre música de la Enciclopedia, que supervisa D´Alembert, matemático. No debe de ser casual que provenga de un músico la idea del contrato social como convenio implícito para la convivencia. ¿Qué otra cosa son los conciertos, la música de los conjuntos?
Si trazamos una flecha en una dirección arbitraria del tiempo y vemos que avanza a través de una serie de sucesos cada vez más aleatorios, su dirección es la del futuro, enunciaba Eddington en The nature of physical world (1929). De donde se deduce que la información que recibimos de nuestro entorno es cada vez mayor y que la unidad del universo se desmiembra, se pierden de vista los horizontes y la estructura compleja que los une en nuestra mirada. Ya no quedan personajes del Renacimiento que puedan absorber la práctica totalidad del saber. O música o ingeniería industrial, por ejemplo. Ni tendría público la polémica sobre los fundamentos de la armonía que en la Ilustración protagonizaron Rousseau, D´Alembert, Rameau y Tartini.
El conocimiento del lenguaje musical se ha convertido en algo marginal, para especialistas formados en los guetos de los conservatorios. Sin embargo, hay que conocer sus leyes para seguirlas, como hace la música popular, o para transformarlas, como no hace tanto hicieron en la Viena de Wittgenstein, conscientes del fin de una época, Schoenberg, padre de la música dodecafónica, y sus discípulos Webern y Berg. Ahí más o menos seguimos, entre la música aleatoria y las recaídas en la tonalidad, con y sin leyes a la vez, eclécticos en época de incertidumbres, libres de ataduras. Antes que comprenderse, la música hoy se consume, igual que casi todo, y se consume en sus formas más digestivas, por no decir predigeridas, en cápsulas aparentemente inocuas que se venden por miles en los supermercados o se bajan de la red. A nadie parece ocurrírsele en estos años tan dados a vaivenes pedagógicos que la música sustituya a alguna hora de geografía local en la educación de nuestros jóvenes. Ni siquiera hemos oído la propuesta de complementar la denostada educación para la ciudadanía cantándola a coro, con unas cuantas nociones de formación de acordes, al modo en que alguna autonomía ha intentado impartirla en inglés con la mediación de profesores-intérpretes (¡buen destino la salmodia constitucional para músicos en paro!).
En este mundo orientado a la productividad, el aprendizaje y la práctica de la música no sólo aumentarían nuestra capacidad íntima de disfrute estético, por lo que valga, sino que tendrían gran utilidad, incluso ciudadana. Para empezar, el músico tiene que mirar hacia dentro de sí, ejercicio insólito en estos tiempos de contemplación nada mística de las pantallas que podría descoyuntar a más de uno, pero a cambio de una flexibilidad y una penetración útiles para menesteres menos líricos. Y buscar allí, despacio, el mapa cifrado de cada partitura donde las notas son sólo una pauta: la música surge de las más leves inflexiones de intensidad, timbre o pronunciación de las frases, el anticipo o retardo de milésimas de segundo o de milímetro, el ritmo, los acentos, la dinámica de un pasaje o el equilibrio de un movimiento. Después, en la música de cámara, en las obras sinfónicas o corales, orientarse en los laberintos interiores de los demás, pactar un resultado que es mucho más que la agregación de cada voz, y que, de algún modo, hay que anticipar, traerlo a la memoria del futuro desde ese topos uranios de las ideas donde tal vez preexisten la Pasión según San Mateo de Bach o los últimos cuartetos de Beethoven. Un ejercicio de buceo en las profundidades del alma y en esa suerte de espacio comprimido de solidaridad que son el concierto o un rato de práctica alrededor de la mesa familiar, la Taffelmusik de Telemann que todavía tenía sentido a mediados del siglo XVIII, antes de que el romanticismo sacralizara la reproducción de la música, divinizara a los grandes intérpretes y esclerosara sus performances, sacándolas del ámbito de lo cotidiano para elevarlas a un Olimpo del que aún no han bajado y donde probablemente se pudran de soledad, repetición y aburrimiento.
Pocas veces he disfrutado más de la compañía y de mí mismo que en las horas de ensayo, las mañanas de vuelta de la Universidad, cuando el sol entraba a rayas por el desorden de la cocina, calentando el mejor lugar para esparcir sin prisas las partituras, y dos amigos (compañera del alma, Rocío) jugábamos a compartir un mismo pulso y casi las mismas ideas, con el pretexto de las fantasías para dos guitarras compuestas por un catalán de principios del XIX, afrancesado, español y universal que también cultivó la seguidilla, fusión de músicas y crítica: no tocarán campanas cuando yo muera, que la muerte de un triste muy poco suena. Otro siglo; otra sensibilidad. Fernando Sor, de lo mejor que los guitarristas podemos llevarnos a los dedos. Música doméstica.
Hoy que tanto se habla de competencias, destrezas y habilidades como objetivos de la formación según Bolonia, hay pocas actividades tan cargadas de virtudes propedéuticas para otros ámbitos de la vida, tan ilustrativas de lo que hay de relacional en el mundo que nos rodea, de control microscópico sobre nuestra experiencia personal y colectiva, del músculo de la laringe al eco de los aplausos; con la potencia de explicar la sintonía, base de la convivencia, y la proporción, base de la justicia. Y un lenguaje universal capaz de proyectarnos hacia una globalidad sin fronteras. Para que esa olvidada función formativa se cumpla será preciso conocer la música de un modo más riguroso y metódico que por la indiscriminada percepción de millones de señales acústicas apenas moduladas que nos agreden cada día y su atolondrada imitación. Habría que enseñarla como Dios (probablemente) manda. A comienzos del siglo VI Boecio (De institutione musicae) proclamaba que la música está asociada al hombre de forma tan natural que no podríamos prescindir de ella aunque quisiéramos y que la fuerza de la mente debe ser dirigida de modo que lo innato por naturaleza pueda también ser dominado por el conocimiento. Quince siglos de distancia sin auriculares nos separan. ¿Qué son esos años en la historia de nuestra evolución como bípedos implumes o primates músicos, que viene a ser lo mismo y casa mejor con la idea ancestral de la armonía de las esferas? El argumento es sencillo. Prepararse para volver a lo esencial: el consuelo de la filosofía, los clásicos, la música entendida, la noche estrellada. Lentamente.
ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL Decano del Colegio de Abogados de Madrid
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