terça-feira, 3 de março de 2009

«Slumdog Millionaire»

Hace casi tres meses, sugerí que «si se hace justicia, “Slumdog Millionaire” —una película que costó 15 millones de dólares, cuyos distribuidores estaban llenos de dudas y un tercio de la cual está en hindi— será una de las cinco nominadas al Oscar a la Mejor Película. Y ganará».

Discrepo frontalmente, pues, de los activistas e intelectuales indios que han denostado la película por considerar que denigra a su país con su retrato de la pobreza y la violencia y la utilización de actores infantiles.

Un ejemplo de esta reacción disparatada es la demanda legal incoada por Tapeshwar Vishwakarma, que representa a una organización caritativa y sostiene que han sido violados los derechos humanos de los habitantes de las barriadas. Otro detractor ávido de reflectores ha vituperado a los indios que trabajaron en la producción de la película por aceptar el empleo de la palabra «slumdog» (perro arrabalero) en el título. Shyamal Sengupta, del Whistling Woods International Institute en Mumbai, vocifera que el film es «una India imaginada por un blanco» y «un paseo turístico por la pobreza».

Que irónico, a la luz de estos denuestos intelectualoides, que, según numerosas informaciones, los habitantes de las barriadas de Mumbai celebraran como propio el triunfo de la película de Danny Boyle la noche de los Oscar. La razón la tienen ellos, claro está.

Los críticos olvidan ciertos hechos. El film está basado en la novela «Q & A» del diplomático y escritor indio Vikas Swarup. Si bien el director y el guionista, ambos británicos, realizaron cambios al adaptar la novela, mantuvieron lo esencial: un huérfano indio de una barriada de Mumbai es arrestado por responder acertadamente a las preguntas de su anfitrión en la versión local del programa televisivo «¿Quién quiere ser millonario?»; la narración de su pasado nos revela luego que sus respuestas acertadas no se deben a que ha hecho trampa sino a los conocimientos callejeros recogidos en la vertiginosa sucesión de experiencias infantiles que pusieron a prueba su instinto de supervivencia. Y allí están, para más prueba, los indios que colaboraron con la película, delante y detrás de las cámaras, y que se sienten orgullosos de ella.

Tal vez uno de los pecados de Boyle a ojos de algunos críticos indios sea que no hace esfuerzos por apelar al sentimiento de culpa occidental. Su descripción del arrabal de Dharavi, con sus mafias de mendigos que ciegan a los niños para encoger el corazón de aquellos a los que pedirán limosna, revela, sí, el lado oscuro de una ciudad que en los últimos años ha estado asociada con las maravillas de la globalización. Pero no hay en ello declaración política alguna: esta no es, como algunos críticos de izquierdas han dicho con melancolía, una denuncia contra la inversión extranjera y las reformas de mercado iniciadas en 1991. Es nada más —también nada menos— que una parte crucial del relato. Si quisiéramos exprimirle un mensaje político a esta película, sería, en todo caso, la negación del victimismo y la defensa del espíritu individual contra las fuerzas que procuran hacer del protagonista, Jamal Malik, una clavija en el mecanismo de la explotación colectivista local.

La acusación de que «Slumdog Millionaire» explota la pobreza de Mumbai es tan esperpéntica que, con semejante lógica, habría que invalidar toda la obra de Charles Dickens por difamar a la Inglaterra del siglo XIX.

Como todos los relatos exitosos, «Slumdog Millionaire» probablemente ha tocado una fibra en mucha gente porque brinda un atisbo de verdades complejas y nos dice algo acerca de nosotros mismos que teníamos dificultad en definir. Por eso, la noche de los Oscar Hollywood no honró a una película «extranjera», sino a una obra extrañamente familiar.

Álvaro Vargas Llosa
www.abc.es

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