Lo he venido pensando y repensando, viendo y reviendo en los últimos días y cada vez me convence menos. Me refiero al entusiasmo que ha provocado en cierto sector de la población, y especialmente del mundo periodístico, el espectáculo de un muchacho que, armado con una maza, destrozaba una «herriko-taberna». Paso por alto episodios como el que se haya pedido dinero para compensar al joven macero los daños que le causó ETA cuando esa conducta no se ha seguido con personas que murieron o quedaron inválidas como consecuencia de un atentado.
Incluso hasta no quiero detenerme mucho en lo peculiar que resulta que cuando el morrosko se lanzó a perpetrar los destrozos anduviera por allí una cámara de televisión que nos lo ha retransmitido como si de una de las mejores secuencias de Charles Bronson se tratara. A mi el episodio de la maza ni me gusta, ni me estimula y, para colmo, me inquieta profundamente. No me gusta y no me estimula porque no puedo dejar de preguntarme, por ejemplo, dónde estaba el aguerrido muchacho cuando dieron muerte a gente inocente los cachorros encapuchados del nacionalismo. No digo yo que no sintiera cólera ante esos hechos, pero, al fin y a la postre, lo que le llevó a empuñar el basto fueron los propios destrozos domésticos y no la sangre de los demás, lo que, se mire como se mire, resulta muy revelador.
Por otro lado –y aquí comienza mi desazón– el aplauso de la violencia privada se halla a un paso –aunque estoy convencido de que muchos no se percatarán de ello– de la legitimación de otras violencias ilegales. Si nos parece bien que un ciudadano airado destroce una taberna porque le han arruinado el mobiliario doméstico, ¿por qué debería parecernos mal que los GAL asesinaran etarras? Se me dirá que por eso, porque los asesinaban, pero, en justa proporción, si se piensa que los destrozos de los terroristas pueden ser vengados con destrozos de particulares, no acierto a ver qué argumento se va a oponer al que señala que los crímenes de ETA deben recibir el contragolpe del crimen de Estado. A menos, claro está, que pensemos que un frigorífico deshecho justifica machacar una cristalera, pero que un hijo muerto sólo autoriza para tragarse las lágrimas.
Para colmo, el suceso ha vuelto a dejar de manifiesto que la ley no actúa, que los chicos de ETA campan por sus respetos ayudados incluso si se tercia por los ZP boys, que Ibarreche puede hacer lo que le salga de la chapela –incluido financiar al entorno social de ETA– sin que exista tribunal que lo enjuicie y condene, que el miedo lleva décadas siendo un instrumento privilegiado de acción política de los nacionalistas y que todo eso significa que nuestro Estado de derecho, se quiera o no ver, ha entrado en quiebra.
Lo único que falta ahora es que, en lugar de cumplirse la ley como debería, surjan justicieros de vía estrecha recurriendo a la violencia. Y es que si cunde el ejemplo, el Estado habrá perdido el monopolio de la fuerza y nos veremos transportados a la Alemania de inicios de los treinta o a la España de la primavera trágica de 1936. Seguramente, a muchos ese panorama les resultará sugestivo. A mí, sin embargo, me parece el peor escenario posible.
César Vidal
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