El 28 de agosto de 1517, Selim I, noveno emperador turco, entra en Alepo. Derroca al Califa abásida. Al día siguiente, se proclama Califa. Trueca, así, su condición. Califa significa «sucesor» del Profeta. Continuador de la tarea que le viene del Dios Único. Portador de un deber sagrado. Intemporal. Califato es Reino de Alá, y cualquier resistencia a él es sacrílega, y cualquier atentado a su integridad atenta contra la Unidad de Alá, materializada en el don irrevocable -el Waqf-, hecho por Él a sus fieles: todo aquello -cosa, animal, tierra, nación, hombre...- que haya sido alguna vez musulmán, lo es para la eternidad.
No hay filósofo político en el barroco europeo al cual no haya producido, al tiempo, fascinación y horror lo perenne de un Estado cuyo jefe es Dios, y en el cual las órdenes del monarca no son más que voz profética de la voluntad divina. Cuando, en su Tractatus Politicus, Spinoza reflexione acerca de la dolorosa pérdida de su amada democracia en Holanda, alzará acta de la sangrienta paradoja: los más brutales Estados teocráticos son los más duraderos. «Ningún Estado, en efecto, se ha mantenido durante tanto tiempo sin cambiar cuanto el de los Turcos; y, por el contrario, ninguno ha sido menos duradero ni ha conocido más sediciones que las democracias». Lo pésimo moral cuenta, en política, con todas las ventajas: el dominio absoluto de la superstición y la violencia en el nombre de Dios. Se subleva el filósofo de la libertad contra esa cosa obscena: «Si hay que llamar «paz» a la esclavitud, a la barbarie y al aislamiento, nada habrá para los hombres más miserable que una paz así». La democracia de Jan de Witt ha sido aniquilada ya en Ámsterdam, cuando Spinoza escribe. Turquía exhibe, en tanto, su intemporal fuerza teocrática.
Vendrán, luego, casi tres siglos más de Califato. Y todas las crueldades que sólo una teocracia puede ejecutar sin coste: desplazamientos masivos de población, exterminios masivos de población... Desde las puertas de Viena hasta Iraq y Palestina, el Califato dibujó las fronteras irreversibles del reino de Alá. A las cuales faltaban sólo las arrebatadas a sus legítimos amos por sacrílegos cristianos en España. En la estricta ortodoxia musulmana, el Waqf territorial de Alá se extiende desde los Balcanes hasta los Pirineos. Con necesidad teológica, que no admite negociación ni renuncia. En el rigor islámico, España es tan musulmana como Arabia Saudita.
Los 493 años de Califato conocen una interrupción de sólo 79: los de la revolución laica de los Jóvenes Turcos de Ata-Turk. La victoria de los islamistas de Erdogan, en 2003, cierra el paréntesis. Turquía vuelve a ser tierra de Islam. Y germen a partir de cual el yihadismo juzga hoy factible restablecer el Califato. La batalla contra Israel es movimiento sobre ese tablero. En su búsqueda de una reconocida jefatura por parte de la Comunidad de los Creyentes, el islamismo turco debe asumir una vanguardia guerrera que le disputa Teherán. La jugada de Erdogan para chocar con el bloqueo de Gaza es hábil. Rompe el último lastre que separaba a Turquía del yihadismo armado. Y la sitúa en su papel de gran base de retaguardia para el terror islámico. El segundo movimiento se inició hace años: la integración turca en la UE volcaría todos los equilibrios sobre los cuales existe aún lo que queda de Europa. La población musulmana sería pronto mayoritaria en la Unión. Y el peso de un régimen como el turco, corrompería cualquier aspiración europea a seguir siendo escaparate de democracia. Una Turquía europea es una Europa turca. No es loco que el Islam lo vea como el nuevo Califato.
Gabriel Albiac
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