Ni Gili Toledo, ni Bosé, ni Tosar, ni los interminables Bárdemes, ni Ramoncín son intelectuales. Por mucho que se empeñen en hacerse pasar por tales. Estamos ante un serio error taxonómico. Hemos visto pico de pato y patas palmeadas, hemos visto que ponen huevos y les gusta el agua y hemos pensado en cisne. Error. Ornitorrinco. Maman y son ponzoñosos.
Los intelectuales, desde Zola hasta Chomsky pasando por Saramago, son otra cosa, quizá no mucho mejor, pero otra cosa, igual de iliberales, pero otra cosa, amigos de la planificación como aquéllos, pero otra cosa, resentidos sociales, Nozick pixidixit, pero otra cosa. Para empezar aplican ideas propias y elaboración intelectual a la discusión pública. Nuestros famosos lo único que traen a la discusión pública es sentimentalismo y consignas.
Las opiniones de los titiriteros en cuestiones políticas, económicas, sociales y aun vitales son escuchadas por la única razón de que son famosos y por tanto siempre andan cerca de un micrófono. Pero no resulta sensato atribuirles una mayor relevancia o sentido que el que daríamos a las opiniones de Belén Esteban o a las del Yoyas. Resulta entretenido por extravagante observar cómo personas cuyas vidas son, a menudo, prodigios de desbarajuste, sin formación intelectual o moral dignas de tal nombre y generalmente incapaces de expresarse más allá de cuatro banalidades, dos tacos y un jotíoy cuyas muelles vidas están aisladas de la realidad por multitud de capas protectoras se permiten pontificar continuamente sobre cuestiones que superan su capacidad. Por varios metros. No es fenómeno exclusivamente español. Actores de Hollywood con antecedentes por violencia y a quienes una exigente profesión ha vedado cualquier esfuerzo intelectual se pronuncian casi a diario sobre el supuesto calentamiento global y roqueros decadentes desarrollan ambiciosos planes para terminar con el hambre en el mundo basándose en su colosal dominio de los cuatro acordes básicos.
En España, la relevancia adquirida por los titiriteros tras la manipulación del hundimiento del Prestige en favor del PSOE y sobre todo en la organización de las protestas contra la II Guerra de Irak, junto con un sistema de subvenciones y patronazgo público que aisla de hecho a los "artistas" de cualquier necesidad de hacer discos o películas que interesen mínimamente al público, ha llevado por supuesto la figura al paroxismo. Como siempre. Moderación para otros.
Toledos, Tosares y todos los otros tostones pertenecen a una casta más antigua y no menos honorable que la de los intelectuales. Quizá menos exaltada últimamente. La casta, oficio o dignidad de bufón cortesano. A Toledo le separa apenas un hilillo de baba del bufón Calabacillas. Es cierto que los bufones de hoy tienden a ser patizambos morales donde aquéllos lo eran meramente físicos. Pero hasta en esto decae la raza. Y conste que no hay ánimo de ofender sino afán de precisión. La función del bufón no es plantear sesudas cuestiones con el apesadumbrado rostro de quien sufre en silencio sus hemorroides. Esa es la tarea propia del intelectual. No, lo que es propio del bufón es la pirueta intempestiva, la extravagancia sorprendente y el poner los pies en el plato. Su misión es por un lado distraer a la Corte y por otro halagar a Quienmande. Y ambas cosas las realiza a la perfección nuestro artisteo. Píensese que tras la tortura y muerte por inanición de Orlando Zapata en las cárceles de Castro llevamos casi dos semanas atendiendo a los eructos satisfechos de Gili Toledo.
Una advertencia, empero. Los bufones resultan divertidos y ocasionalmente enternecedores. Basta contemplar los retratos que Velázquez hizo de los bufones reales para sentir una enorme simpatía por las figuras trágicas y malogradas de Don Sebastián de Morra y sus colegas. Resulta peligroso, en cambio, dejarles la dirección moral del país. Sanchez Dragó ha descrito perfectamente la atmósfera entre lo chusco y lo mágico que se apoderó de la Corte de los Austrias menores. Tras varias generaciones de bufones cortesanos cuando Carreño, el discípulo y continuador de Velázquez que ya había pintado en varias ocasiones a La Monstrua, retrate al pobre Carlos II, ya no sabremos si pinta al último Rey o al último bufón de los Austrias. Quizá a ambos.
Humberto Vadillo
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