Qué dulce y hospitalaria será la sombra de su ciprés. Ésa que pronto se alargará, con la estación florida, sobre la tierra que lo acoja en su seno. A él, que la trató con respeto, y la hizo prosa de grano duro, y la aventó como quien echa a volar un milano. Hay personas que con sus obras dan ejemplo del día, se cumplen a sí mismas, perseveran, se tornan incesantes como el rayo, declinan los honores vulgares o mezquinos, y van desenredando la verdad cuerda a cuerda, y hacen sólo con pasos su camino.
Miguel Delibes era profundo y claro. Era monotemático y complejo. Y tan sobrio, sutil, intenso y azulado como los cielos limpios de la estepa. Y se pasó la vida contando historias llenas, hablándonos de gente tenaz o naufragada, convirtiendo en un arma la inocencia o la pena, disputándole el voto a las urnas del alba y degustando a sorbos exactos un tesoro: el cáliz -sol y polvo- de su Castilla blanca. Morirse así, de viejo, lúcido y casi, casi centenario, es una última muestra de decoro.
A Delibes lo tengo muy leído, y más que conocido, incorporado. Hay pocos novelistas de quien pueda decirse que son un nombre propio de su siglo. Y Don Miguel, este Miguel que ahora ha cerrado los ojos para quedarse mudo, se lleva a otros diarios su soliloquio eterno, su cita con la hierba madrugada, y la niñez de todos los que fuimos, leyéndole, más dúctiles y sabios. Delibes era suyo, y de nadie y de todos. Le hizo un traje de luz al castellano. Yo le debo mi propia arquitectura. Y una sombra que siempre se alargaba con uno de sus libros en las manos.
Laura Campmany
www.abc.es
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