Como Hitler tras el putsch de la cerveza, Chávez empleó sus dos años escasos en prisión en vivir bien y, sobre todo, en escribir un libro: Cómo salir del laberinto, un panfletillo político que ni siquiera fue obra suya y que, en muy pocas palabras, exponía cuáles eran sus recetas para que Venezuela retomase el rumbo de la modernidad tras dos décadas perdidas.
Nadie, ni siquiera él mismo, le consideraba revolucionario; a lo más, fervoroso regeneracionista patriótico como tantos que, emulando a la madre patria, han dado las repúblicas hispanoamericanas en los últimos doscientos años. Por eso su insurrección fue totalmente sobreseída por el presidente Caldera, tan falto de apoyos políticos que hubo de buscarlos en la izquierda venezolana, simpatizante del joven y arrojado oficial.
Pero, a pesar de que sus contemporáneos no lo supieron ver, Chávez tenía una idea única en la cabeza: hacerse con el poder a cualquier precio y de cualquier modo. Esta vez, eso sí, no iba a poder cumplimentar su deseo por la fuerza, al menos en la primera etapa. Con intención de dotarse de un basamento ideológico propio viajó a Cuba, donde el todavía entero Fidel Castro le recibió con los brazos abiertos. Allí, en La Habana, con maestros cubanos, y en Buenos Aires, donde trabó contacto con el neofascista Norberto Ceresole, aprendió todo lo que sabe y que, combinándolo con los ingredientes de la casa, es lo que ha aplicado una vez ha tenido el poder absoluto en la mano.
Porque Chávez, a diferencia de Castro o de Daniel Ortega, no vio culminado su sueño de conquistar el aparato estatal tras una heroica revolución de guerrilleros echados al monte con el fusil al hombro, sino tras una reñidísima campaña electoral en la que, con todo de su lado pero sin poder meter un tiro al enemigo entre ceja y ceja, obtuvo la mitad de los votos. Así, de un modo tan prosaico y civilizado, aquel 6 de diciembre de 1998, se inauguró lo que con el correr de los años terminaría conociéndose como chavismo, un régimen hecho a imagen y semejanza de un solo hombre.
Reinventando a Bolívar
Desde entonces, y ya van más de once años de Gobierno, el cada vez más poderoso presidente de Venezuela ha ido quemando fases en su viaje al socialismo, es decir, en su camino sin retorno hacia la ruina política, económica y moral del que un día fuese uno de los países más prósperos y atractivos del mundo.
La primera de esas fases, que consumió su primera legislatura, fue la bolivariana. Atando su nombre al de un personaje histórico de gran arraigo en Venezuela -el Libertador era oriundo de Caracas-, levantó los cimientos del régimen. Abolió la Constitución del 61, salió al aire su programa Aló Presidente y modeló su estilo de Gobierno, un estilo personalísimo e inimitable, a caballo entre el autoritarismo de Mussolini, las charlotadas de Cantinflas y el sentimentalismo de opereta de un actor de culebrón venido a menos.
Así nació la República Bolivariana de Venezuela, que es el nuevo nombre oficial del país. Chávez ha creado escuela y, como padre de los nuevos populismos hispanoamericanos, ha impreso un nuevo significado a las palabras. A pesar de que Bolívar fue, con todas sus miserias, un revolucionario liberal que aborrecía las autocracias como la que ejercía en su tiempo Fernando VII de España, Chávez ha reinterpretado su vida y obra dotándola de una épica socialista y patriotera que nunca existió en las guerras de independencia. Pero, en aquel momento, lejos aún de controlar todos los resortes de la sociedad venezolana, esa mística bolivariana fue extremadamente útil y muchos la compraron a ciegas. No tardarían mucho en arrepentirse.
En abril de 2002, diez años después del golpe de Estado frustrado que había organizado Chávez, la oposición le dio a probar una cucharada de su propia medicina. Pero el golpe, gestado durante meses por el malestar popular que ocasionaron las primeras reformas y goriladas dirigidas a descabezar a la sociedad civil, salió peor que mal. Chávez perdió el poder dos días de auténtica locura fratricida en las calles de Caracas, luego fue restituido por sus partidarios en el Palacio de Miraflores. A partir de ahí, refortalecido el hombre, su Gobierno se transformó en revolución por las bravas. Nada ni nadie, ni siquiera un referéndum revocatorio en agosto de 2004, consiguió pararle.
Fernando Díaz Villanueva
http://www.albadigital.es
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