sexta-feira, 19 de março de 2010

Garzón: herido por la memoria

En junio del año pasado conocí en París al padre Patrick Desbois, sacerdote católico, que rastreó el trágico destino de centenares de miles de judíos asesinados sañudamente en Ucrania y Bielorrusia por las Einsatzgruppen de Himmler. Desbois ha asesorado al Estado Vaticano en el acercamiento entre judíos y católicos desde que colaboró, primero, con Lustiger, judío converso que llegó a ser cardenal de París y gracias al cual las relaciones entre católicos y judíos experimentaron una notable y fructífera transformación; y ahora dirige el Servicio nacional de los obispos franceses para las relaciones con la religión judía. Me impresionó la calidad humana y el exhaustivo trabajo de investigación de este sacerdote católico. Se trataba de contar lo que habían hecho en Francia, para recuperar del pozo de la historia la memoria de aquellos que tanto sufrieron durante la Segunda Guerra Mundial; y de contárselo a representantes cualificados de la Iglesia española. Asistieron, entre otros, el obispo Martínez-Camino, secretario general de nuestra Conferencia Episcopal, y el abad del Valle de los Caídos.

Hace unos días leía un artículo del rabino supremo de Moscú y presidente de la Conferencia de Rabinos Europeos, organización que agrupa a líderes religiosos judíos de más de 40 Estados del viejo continente, en el que se citaba de forma muy elogiosa a dos personas: al padre Desbois y a Baltasar Garzón. He meditado mucho antes de escribir este artículo y, lo entiendan o no quienes quisieran que, también yo, mantuviese otra posición, voy a decir lo mismo que dije siempre. No quiero, pues, entrar en la discusión de si las decisiones del juez son acertadas o equivocadas, ya que para eso están los recursos jurisdiccionales. Pero creo, como siempre he dicho, que, salvo excepciones muy notables -el insólito caso del juez Pascual Estevill, por ejemplo- la prevaricación de un juez es casi imposible de demostrar, a no ser que nos metamos en su interioridad psico-psiquiátrica, lo cual excede a la función de la justicia. ¿Cuál es el fondo de este asunto, en lo que a la memoria histórica se refiere? ¿Es «prevaricación» haber solicitado el certificado de defunción de Franco, aunque se hubiese podido ahorrar ese trámite? ¿La justicia debe circunscribirse al procedimiento o, a veces, puede salirse de él? ¿El juicio de Nüremberg habría podido realizarse tras la derrota de Alemania desde un estricto punto de vista jurídico procesal? ¿Fue lícito, entonces, aplicar con carácter retroactivo unos tipos penales -«crímenes contra la Humanidad»- que no existían cuando se cometieron los delitos que llevaron a la horca a los principales responsables de la catástrofe? ¿Conceptos, discutibles y discutidos, como los de «justicia universal» o «derechos humanos» habrían experimentado algún avance si los jueces y tribunales se hubiesen ajustado a unas determinadas normas procedimentales? Estas y otras muchas preguntas son las que deberíamos hacernos, y no si el juez prevaricó o no.

Les puedo hablar desde mi modesta -que no humilde- experiencia personal. En el caso de Violeta Friedman contra Degrelle, si el Tribunal Constitucional se hubiese ajustado a una concepción estricta del término «legitimación», como antes sentenciaron el Tribunal Supremo, la Audiencia Territorial de Madrid o el Juzgado, el caso se habría perdido, como se perdió en esas tres instancias. Pero era tan brutal la injusticia perpetrada por ese ex general de las Waffen SS que el Tribunal Constitucional, presidido entonces por Tomás y Valiente y con la ponencia del magistrado Gimeno Sendra, dictaminó que Violeta sí tenía legitimación para pleitear aunque no hubiese sido citada personalmente. Había sufrido el horror en Auschwitz y eso era suficiente. La negación de ese horror era bastante para poder iniciar la acción que habíamos empezado siete años antes y que acabó con la condena civil de Degrelle. Un Tribunal, en este caso el Constitucional, amplió los constreñidos términos de la «legitimación» e hizo posible que resplandeciese la Justicia con mayúsculas.

El franquismo, por supuesto, no es asimilable al régimen nacional socialista; y la represión, la brutal e injustificada represión de la posguerra, no se asemeja, ni de lejos, a las matanzas en los campos de exterminio o a las que perpetraron las Einsatzgruppen de Himmler. Aquí hubo una guerra civil con dos bandos que se despellejaron, en el que tanto unos como otros cometieron atrocidades, y cuyas justicias paralelas sentenciaron a muerte a decenas de millares de ciudadanos. La venganza, es cierto, fue terrible. Y aunque yo crea que, respetando la decisión del juez, no es posible aplicar el concepto de «crímenes contra la Humanidad» a esa represión, comprendo que los perjudicados -y silenciados durante cuarenta años- lo intenten. En cualquier caso, no me parece digno que por la vía espuria de la «prevaricación» sea por donde se quiera ventilar la cuestión. Para eso están los Tribunales, y los argumentos de los abogados con el fin de esclarecer la verdad. No las querellas criminales. Nuestros padres y abuelos, aquellos que tuvieron responsabilidades en el franquismo y que gobernaron España del año 39 al 75, ¿cometieron, sí o no, crímenes contra la Humanidad, por sus acciones activas o pasivas? Yo creo que no, aunque hubo casos brutales. Pero ¿era justo que los cadáveres de quienes fueron derrotados se pudriesen, 70 años después de la contienda, en zanjas o fosas comunes? ¿No enterraron tras la guerra nuestros antepasados vencedores a sus muertos dignamente, en Paracuellos del Jarama, por ejemplo?

Me es imposible entender por qué ningún gobierno, ni de derechas ni de izquierdas, ha tenido la valentía de afrontar esta tremenda y escabrosa cuestión, sin sonrojarse. Y que hasta que un juez, aplicando criterios heterodoxos pero de justicia, no ha ordenado abrir las fosas, se haya hecho tan poco, o nada, por remediar esa injusticia. Ahora Garzón puede quedar empapelado por este motivo; y emparedado por otros procedimientos en una especie de Causa General en la que todo parece lícito. Mal está nuestro país cuando falla la más elemental objetividad para enjuiciar acciones judiciales. Yo no critico al Tribunal Supremo ni al Consejo General del Poder Judicial, que, en principio, merecen un respeto. Allá cada cual con su responsabilidad. Pero, desde luego, hoy me alineo con el juez Garzón, aunque en otros momentos le haya censurado, incluso con acritud. También había criticado al juez, y hoy abogado, Gómez de Liaño, y luego lo defendí de la mejor manera que supe y pude.

A mí me gustaría que el sosiego volviese a la justicia. Y la despolitización. El sistema de asociacionismo judicial es pésimo; el Consejo General del Poder Judicial parece un nido de batallas políticas para colocar a los afines; las interferencias del ejecutivo y del legislativo en las causas judiciales son constantes; y el Tribunal Constitucional es pasto de todo tipo de bajas presiones. Y mientras tanto, otro juez está ahora en la picota. Una vez escribí un artículo en estas centenarias páginas que se llamaba «Diez negritos», donde iba relatando cómo todo aquel que se significaba en la Audiencia Nacional, fuese juez o fiscal, acababa en la fosa del ostracismo. Sólo quedaba uno. Ya lo tenemos aquí, expuesto a que cualquiera que pase por su lado le tire un pedrusco o le dé otra bofetada. Yo, desde luego, no tiraré ni la primera ni la última piedra. Quizás alguna vez se me escapó la pluma. Hoy prefiero actuar de acuerdo con mi conciencia; y ésta me pide a gritos pedir públicamente un respeto hacia este juez que, con todos sus errores, pero también con sus grandes aciertos e intuiciones, ha hecho posible que nuestro país, al menos en la defensa de los derechos humanos y la lucha contra el terrorismo -lo cual no es poco-, sea respetable y respetado en el mundo entero, menos en el nuestro, tantas veces mezquino, vengativo y envidioso.

Jorge Trías Sagnier

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page