terça-feira, 9 de março de 2010

Los arrestos de Garzón

Rodríguez Zapatero, con un fervor impropio de su perfil pastueño, ha pregonado a voz en cuello la valentía de Garzón, su arrojo y su entereza, su denuedo y su temple. Es decir, ha hecho una loa a sus arrestos, que es lo que cumple a un juez y, además, viene a huevo. En cualquier caso, es obvio que al señor presidente lo que le desazona es que la veda del faisán, que es animal de pluma, se abra antes de tiempo y con ella las fauces de un jaquetón de pelo en pecho. O sea, que el solemne ditirambo es, punto por punto, lo mismo que parece. Una advertencia explícita a quienes, bien por ingenuidad o bien por decencia, se obstinan en aplicar la ley sin excepciones, sin reservas, sin tentarse la ropa y sin que les de vergüenza.

A esos que denuncian que hay un Estado de Excepción que se solapa con el Estado de Derecho. Que el único poder es el poder ejecutor y la justicia es la liturgia del ajusticiamiento. Mientras, hemos dejado atrás el espejismo y buscamos a tientas nuestro rostro en el abismo de azogue que condensa el espejo. Alicia se ha fugado con Tim Burton y allí donde no va la sociedad del espectáculo apaga y echa el cierre. La Reina Roja continúa en sus trece: («¡Primero, la condena, que el veredicto aguarde!») amplificando el eco obsceno de Zapatero y de Garzón, de Caamaño y de Blanco, de Diego y de Bardem, de Bono y de Toledo, el mazapán y el pleonasmo. Güili Toledo, casi nada (la nadería habitual, un bigarillo, palmo arriba, palmo abajo).

Sometidos a la pena de telediario (la cadena perpetua en diversos formatos), los reos de Garzón se antojan más culpables que don Pedro Jiménez, cuarenta y dos años «o´clock», veintiséis en el trullo, cuarenta días suelto en la jungla de asfalto, siete violaciones, dos asesinatos. Un asunto vulgar, deslucido, macabro. A Correa, por contra, le corrieron en crudo y se lo merendaron a la plancha. Apenas vuelta y vuelta: de profesión, culpable.

No obstante, el imperio de la ley no discrimina a los acusadores de los acusados. Permite que los facinerosos se defiendan y dictamina a qué se juega, de qué manera y en qué campo. Vale lo que es válido y no lo que discurra un valentón ensimismado. Correa es un «corruto», un tentador de currutacos, posiblemente un miserable y quizá -¿por qué no?- un dechado de coraje. Tal que Garzón, mal comparado. La osadía de un juez (Voltaire, al habla) no avala su excelencia ni sus capacidades. Echándole garzones no se instruyen los pleitos, se pierden los papeles y extravían los plazos.

Que un magistrado se considere victimado no es una maldición lírica sino un ripio capón y atrabiliario. ¿Así qué rimas vienen? Quevedo recoge el guante. Transcribir el soneto es un lujo excesivo si las entendederas son cortas y tarascas. Que los tercetos, pues, transmitan el recado:
«No sabes escuchar versos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos. / Pues que de intento y de interés no mudas, / o lávate las manos con Pilatos, / o, con la bolsa ahórcate con Judas».

Tomás Cuesta

www.abc.es

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