Para acceder con comodidad a la Vieja Castilla desde la provincia de Madrid, hay dos túneles. En la carretera de Burgos, el de Somosierra, y en la de Valladolid, el de Guadarrama. El encuentro con la Alta Castilla superado Somosierra es emocionante. Se abre la tierra castellana dura, desnuda y grandiosa, sin disfraces.
Campos de cultivo, manchas de arbustos vencedores del frío, bosques de robles ateridos y sotos de álamos que dibujan el curso de ríos imposibles. En verano, la sequedad agobiante. Surge de la sombra de una chopera Juan de Yepes montado en su mula y nadie se puede dar por extrañado. Después del túnel del Guadarrama, la provincia de Segovia se presenta con San Rafael, que no parece Castilla, sino Canadá. Pinares cerrados.
Adversario de la pedantería literaria. Cuantos escritores, buscadores de sinónimos en diccionarios al uso, han envidiado la majestuosa sencillez de quien siempre encontró la palabra justa y transparente, y la puso en su sitio, con la mayor naturalidad. Ahí, y en su insobornable honestidad personal, se cimenta el amor y la admiración que don Miguel cosechó durante su vida. Nadie que haya leído a Delibes ha dudado del significado de su palabra.
Delibes era su paisaje, y cuando un hombre, un escritor, se identifica de tal modo con su tierra, lo auténtico adquiere tal grandeza, que hasta el mínimo detalle emociona y asombra. Como el trigo era don Miguel. Firme en el suelo, flexible al viento, duro en la trilla y haciendo pan. Amó a su mujer como a su tierra. Y tuvo siete hijos, todos ellos depositarios de su amor y su talento, cada uno en lo suyo. Castilla es campo de familias compactas, unidas y amparadas por el abrazo del árbol más frondoso.
Se trata de un milagro. En cualquier camino secundario, en pocos kilómetros, cualquiera puede encontrarse, plantadas y erguidas, decenas de iglesias románicas. Esas piedras son del paisaje. Y en cualquier rincón de esos campos tan duros como prodigiosos nos podremos figurar desde ahora la figura del gran señor de Castilla, con su escopeta al hombro, su percha en la cintura, recechando a esa perdiz brava que vuela libre en los inviernos que sólo superan los elegidos.
Y la sombra del mismo gran señor, el escritor de todos, el firme defensor de la justicia, el enjuto melancólico, el genio que no quiso serlo, el padre ejemplar desde su mejor árbol, sembrando de palabras ricas y sencillas, escondidas para tantos, las cuartillas que hoy reunidas y cerradas, conforman el más grandioso paisaje de Castilla. Y de España, naturalmente.
Alfonso Ussía
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