El ayuntamiento socialista de Cáceres estaba muy contento por haber descubierto un escudo franquista en el monolito que, en esa ciudad, conmemora a los conquistadores extremeños de América. Por fin, disponían de un símbolo que podían retirar para mostrar al mundo cuánto luchan contra Franco treinta y cinco años después de su muerte. Es probable que nadie se fijara en el escudo aquel, pero qué se le va a hacer si ya no quedan estatuas ecuestres que llevarse por delante. Así, con la alharaca que se reserva para las grandes ocasiones, procedieron a librar a Cáceres del oprobio. Aunque sólo para caer en el ridículo. El escudo no era franquista, sino que reproducía el de los Reyes Católicos.
Una vez capturada la presa, los ocupantes del gobierno municipal no estaban dispuestos a soltarla. Tras el dictamen de los expertos en heráldica, el concejal responsable de la heroica actuación manifestó que de ningún modo se repondría un escudo de "claras reminiscencias franquistas". Váyanle los estudiosos con líos de armas de Aragón y Sicilia, águilas de San Juan azoradas, columnas de Hércules y yugos y flechas que se remiten al siglo XV. Aquello parecía franquista. Y es sabido que Franco y los Reyes Católicos eran uña y carne. Recelosa, la alcaldesa Carmen Heras sólo volverá a colocar el elemento decorativo sospechoso si su pureza política se demuestra de forma indubitada.
Los socialistas cacereños no están solos en la fila de los últimos de la clase. Pocos días antes, el Gobierno se veía en la obligación de instruir al diputado Joan Herrera sobre la época en que reinó Alfonso XIII. El portavoz de ICV en el Congreso estaba molesto por la "exaltación franquista" que suponía mantener el nombre del monarca en una base militar de Melilla. Hubo que contarle que no fue Rey durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco, como si Herrera no fuera un licenciado en Derecho, sino un alumno atrasado de la ESO.
No es accidental que la política de la "memoria histórica" tenga el efecto imprevisto, aunque previsible, de revelar las carencias culturales de sus más entusiastas ejecutores. Con ella no se pretende dar a conocer la Historia. Ni siquiera una versión tergiversada de la Historia. Su razón de ser no es la difusión de hechos, sino la excitación de sentimientos. Tiemblen, pues, estatuas, placas y escudos de todas las épocas, que a falta de piezas auténticas, vale cualquiera.
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