Nunca olvidaré aquella mañana del 11-M. Sentí, primero, cómo la pared de mi dormitorio temblaba igual que si contra ella se hubiera estrellado un camión de dieciocho ruedas. Sacudí la cabeza, rechacé el absurdo pensamiento e intenté volver a dormirme porque aquella noche había tenido una entrevista en un programa de madrugada y no había podido meterme en la cama antes de las cinco. No conseguí continuar el sueño, porque los cristales temblaron violentamente como si hubieran sufrido el efecto de una explosión. Aturdido, me levanté para salir al balcón e intentar averiguar lo que podía haber pasado. Sonaban las sirenas en la calle y tuve la convicción en ese momento de que Madrid acababa de sufrir un atentado terrorista. Por supuesto, lo atribuí a ETA, es decir, hice lo mismo que ZP, Ibarreche y casi toda la clase política hasta que apareció Otegui y dijo que era «la resistencia árabe». Y a partir de ese momento, la sociedad española sufrió un proceso de manipulación brutal a fin de que aceptara una tesis estúpida, pero, a la vez, elemental y efectiva: los atentados los habían cometido terroristas islámicos en respuesta al apoyo que Aznar había prestado a la intervención en Irak, por lo tanto, no había que enfrentarse a los terroristas sino castigar al PP.
Pocas veces se habrá planteado un razonamiento más cobarde y miserable, a años luz de la respuesta de la población norteamericana el 11-S. Pocas veces, pero resultó. Entre los votos de la izquierda encanallada dispuesta a todo con tal de ganar las elecciones y los ciudadanos asustados como conejos y dispuestos a la capitulación, ZP llegó a La Moncloa gracias a la manipulación informativa en torno a casi doscientos asesinados. Y entonces se fueron sucediendo los pasos continuos para pasar página consagrando la denominada «versión oficial» y satanizando a los que no la creímos con el mote de «conspiranoicos». Se empeñaron en ello a fondo, pero no lo consiguieron.
Ya la sentencia de la Audiencia Nacional –con todos sus agujeros– dejó de manifiesto que los atentados no habían tenido nada que ver con la guerra de Irak, que pretendían cambiar el resultado de las elecciones y que seguíamos sin saber quiénes eran los autores intelectuales. En otras palabras, la versión oficial era un camelo de las dimensiones del Taj-Mahal. Era sólo el principio. En los últimos tiempos, hemos sabido gracias a los trabajos de peritos como Iglesias que la sentencia erró en la identificación del explosivo y que, por tanto, los supuestos autores materiales (un loco y dos moros) quizá ni siquiera estuvieron relacionados con el crimen. Para remate, resulta también obvio que se destruyeron pruebas y que las órdenes procedieron de algún lugar superior de las Fuerzas de seguridad del Estado. Seguramente, esos personajes no tuvieron que ver con las muertes, pero contribuyeron a borrar las huellas con la misma fruición que un explorador perseguido por los apaches. A estas alturas, a seis años de distancia, el 11-M sigue siendo un enigma, pero ya sabemos, entre otras cosas, que la versión oficial es falsa, que se eliminaron pruebas esenciales relacionadas con los explosivos y que esos atentados sirvieron para que ZP llegara a La Moncloa y cambiara a peor la Historia de España. No es poco, pero la investigación debe seguir hasta el total esclarecimiento de los hechos porque así lo exigen casi doscientos muertos y millares de heridos, la dignidad nacional y el futuro de las próximas generaciones.
César Vidal
www.larazon.es
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