segunda-feira, 15 de março de 2010

Antígona en Nuakchott

Violé la ley, dice Antígona. De ello me enorgullezco. Porque en ello está mi identidad moral. No me oculto del castigo que por ley me toca. Porque en ello está mi identidad ciudadana. Ante el dolor humano, no es posible no oscilar entre dos polos. Rara vez conciliables. Compasión e intelecto. Compadecer al que sufre, es algo sin lo cual mal afrontaríamos la mirada de los espejos. No saber que la necesaria compasión puede ser -es tantas veces- coartada para cualquier engaño, y, con cualquier engaño, para las más tenebrosas maquinaciones, es aceptarse siervo del amo más dudoso. El cual, a través el chantaje que exhibe el sufrimiento de los otros, impone siempre su sucio criterio: el de un Estado que ni siquiera respeta las normas que él dicta.

Ante el secuestro de cualquier ciudadano, el Estado está forzado a poner toda la ley al servicio de la preservación de aquellos de los cuales es el Estado, al fin -debiera ser-, criatura subsidiaria. Toda la ley. También toda la fuerza constrictiva que el Estado acumula. Que el secuestrado sea Ortega Lara, o que sean tres incautos cooperantes de ONG africana, nada cambia. Y, si el peso de la compasión llevara a un Estado, el que fuere, o más bien a los altos funcionarios de un Estado, a violar normas legales para reducir sufrimiento -que es algo, en lo moral, más que honroso-, esa violación debe ser hecha pública y reivindicada sin equívoco. Y asumidos sus costes. Los judiciales como los políticos.

Pagar rescate a un organización terrorista es delito en España. Lo es para cualquier sujeto privado. Lo es para todos y cada uno de los hombres que desempeñan funciones públicas. ¿Puede eximirse a alguien -sea cual sea su cargo- de la sumisión a la ley? No. No, al menos, en una democracia. No, en el ámbito que compete al derecho. ¿En lo moral? Claro que sí. Mil veces sucede. Pero la persona que viola la norma de derecho por un criterio superior, ético o religioso, debe saber que la respuesta que deberá dar de su apuesta ante los tribunales es la misma -exacta, implacablemente la misma- que la que deberá dar la más alta de las instancias de poder político o económico. El padre que paga a ETA -o a quien sea- para salvar la vida de su hijo, es un sujeto moral admirable. Al cual la ley no tiene más opción que procesar; mientras la ley no se cambie. El Estado que paga -a Al Qaida o a quien sea- para obtener la libertad de una pobre secuestrada, actúa en modo moralmente irreprochable. Y delictivo. Legalmente delictivo. Y toda su autoridad moral se haría añicos si, para eludir riesgos penales, enfangase la belleza moral de su acto, ocultándolo como vergonzante.

No hay banda terrorista que libere a sus rehenes sin pago. Sea del tipo que sea. Dinero, presos, ambos... Pagar -en cualquier mercancía que se haga- es delito. Delito moralmente admirable. Negar que se ha pagado es, además de delito, abyección moral.

Esto tiene la condición humana. Que, a veces, las paradojas no pueden ser resueltas. Que, a veces, demasiadas, moral y derecho se excluyen. Eso tiene la condición humana. Los griegos lo llamaban tragedia. A la cual no hay salida. Dante pone su lema a la entrada del Infierno, pero que nadie se engañe: «Dejad toda esperanza los que entréis», es la inscripción que sella nuestra llegada al mundo. Sin esperanza, pues. También, sin miedo. Un hombre libre se atiene a la verdad. Esto me prohibía la ley hacer; esto hice. Porque hay leyes más altas que la ley. Jamás Sófocles hubiera envilecido a su heroína haciéndole ocultar lo hecho. De lo cual viene su gloria. Y su condena. «Muchas cosas hay terribles... Ninguna como el hombre».

Gabriel Albiac

www.abc.es

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