Cuando publiqué en 1971 «Conversaciones con Miguel Delibes» todavía no se había posado la milana en el hombro de Paco Rabal Al novelista le quedaba todavía media vida literaria por delante y al ciudadano algunos sinsabores antes de poder celebrar ¿la llegada?, ¿la conquista? de las libertades patrias. Con la edición aumentada de 1993 pude dar la dimensión definitiva de un escritor al que me atrevo a valorar como la personalidad española del siglo XX que ha conseguido, mejor que ninguna otra, el difícil equilibrio entre los planos de la estética y la moral. Cabe decir de Delibes lo mismo que señaló Canetti de Karl Kraus cuando escribió que fue capaz de unir en una misma persona las dos esferas que no siempre se manifiestan tan estrechamente vinculadas, esto es, la esfera de la moral y la de la literatura. De hecho, es llamativo que la exigencia de elementos que nuestro escritor consideraba imprescindibles en toda novela ( «un hombre, un paisaje y una pasión») tuviera que ver con el equilibrio ético y estético requerido a todo buen ciudadano. ¿Debo decir que yo no me habría decidido por dedicarme al periodismo a comienzos de los sesenta si no hubiera podido ver con mis propios ojos que Delibes era capaz de resolver de modo ejemplar los problemas morales que se le planteaban a un profesional del periodismo en aquellos tiempos?
Por supuesto nos la jugábamos. Nos la jugamos los dos. Cada uno en su terreno. Fueron por él. Fueron por mí. Me encantaba su forma de transitar entre la vida y los libros, entre la ciudad y el campo, su pasión por la libertad, su desfogamiento con los pájaros, con la perdiz roja o del color que pudiera tener pero siempre de vuelo largo, aunque no tanto si vas a la mano. Aprendió el idioma en el campo, pegando la hebra con quien se terciara. Si El Barbas con El Barbas. De Valladolid a Sedano, viajes de ida y vuelta. Por los rastrojos ponía el mismo empeño en dar con el pájaro que en dar con el adjetivo apropiado. O con el término exacto. Que no es lo mismo otero que teso, ni teso que alcor ni varguilla que varga… ¿Cazador que escribe o escritor que caza? Para el caso era lo mismo. Los campesinos no se apeaban de llamarle don Miguel como escritor que era. Cuando salía al campo, casi de amanecida, con su hermano Manolo, y liaban el primer pitillo con el primer café del día y la escopeta todavía doblada… Era cazador sobre todo y con ganas de ser primitivo. Ortega y Gasset lo había sabido ver bien. Con Ortega se justificaba pero los hijos terminarían riñéndole. Biólogos, arqueólogos, ecologistas… En realidad fue él el culpable de tanta monserga como iban a darle ya que era él quien les había enseñado a mirar y quien les había metido en los arroyos, en los profundos vallejos. Así que dio un paso atrás en sus manías venatorias. Con la disculpa de los años. Se pasó a la pesca de la trucha.
El escritor que caza nos reunía los jueves para hablar de los temas sobre los que deberíamos escribir en «El caballo de Troya» que ese era el título de la página que se inventó para los domingos… En el comienzo de los sesenta. Escribíamos todas las semanas Pepe Jiménez Lozano, Javier Pérez Pellón, Miguel Ángel Pastor, Bernardo de Arrizabálaga y yo. Manu Leguineche, el más joven, hacía unos reportajes brillantes, algunos sobre festivales de cine. Umbral se había instalado ya en Madrid desde donde enviaba unas maravillosas paridas. No llegó a suicidarse cuando descubrió que Larra era un dandy en el fondo.
«Si no hay personaje y no hay paisaje y no hay pasión puede haber literatura o ensayo pero no novela», les decía a Paco y a Pepe. Un día le llamé por teléfono para decirle que Manuel Cerezales me había encargado unas conversaciones con él. Yo estaba ya en «Triunfo». Nos recluímos en Sedano. Su retiro. Todavía no tenía la casona de piedra y aún escribía las novelas sobre la mesa de pin-pon rodeado de niños que iban destronándose sucesivamente. Su hija Ángeles, la mayor, bióloga, nos dio de comer aquellos días. Trabajábamos seis o siete horas ante la grabadora. Al atardecer subíamos monte arriba para aprovechar un poco más de sol, que terminaba derrotándonos. Por entonces la emigración había hecho ya sus grandes estragos. En el vecino Cortiguera ya no quedaban más que dos personas y curiosamente no podían relacionarse porque estaban enfrentadas políticamente. Dos personajes y dos Españas. O una tercera gracias a los dos, como ha escrito don Américo Castro. Puso Delibes mucha ilusión de «Las guerras de nuestros antepasados». Toda ella diálogo y se mantiene muy bien. También llegaría más adelante «El disputado voto del señor Cayo». Nunca me presentó a El Barbas. A unos cien metros de la carretera de Sedano a Burgos había una casa que miraba al lado contrario. El dueño era un miembro de la político-social. Me dio el nombre. Era muy conocido. Al tercer día de charlas le dije que había bastante material y que, al trabajarlo, ya veríamos lo que habíamos dejado fuera. Siempre tendríamos tiempo de enmendar cosas. ¿Se hacía el humilde? Desde luego Miguel no era un creído. Con sus dos primeros libros siempre fue muy autocrítico. Reconocía que no acertó como novelista hasta «El camino». Ha odiado tanto la segunda novela que estuvo a punto de eliminarla de las obras completas. De «La sombra del ciprés…» valoraba la recreación del clima de muerte que él había vivido de niño. Delibes/niño había tenido repetidas veces un sueño en el que presentía la muerte del padre. Llegaba al portal cuando bajaban el ataúd por las escaleras.
La muerte de Ángeles Castro, su mujer, fue un hachazo para Miguel. Paridora como Castilla, fuerte y dulce. Aún muy joven. Hubo un episodio en nuestra charla que a él le había dejado un tanto desazonado en relación con «Cinco horas con Mario». Me dijo en una de aquellas tarjetas tan aparentemente claras de escritura, en realidad de tan difícil lectura, que le preocupaba que el lector pudiera sacar la idea de que había algún tipo de parecido entre la mujer de Mario y la suya. Le tranquilizó la propia Ángeles. Todo el mundo podría saber que la eficacia de la narración exigía una mujer tirando a reaccionaria.
Y el paisaje. Delibes es de esos escritores con territorio. Como lo fue Pla para Cataluña y como lo fue Cunqueiro para Galicia. Cuando entras en el territorio de este tipo de escritores, parece que entras en su mundo. La Castilla de Delibes no es la de los noventayochistas. La de aquellos era dolor y sublimación. La de Delibes es lenguaje. Más parecida a la de Ridruejo. En todo caso cuando hablo del territorio de Delibes no lo reduzco al campo. El paisaje puede ser urbano. Es como la composición de lugar en los Ejercicios de San Ignacio. Su territorio son también las ciudades de provincia, con soportales e Institutos de enseñanza media y los bedeles que tienen, eso sí, el gusto del campo y pueden llegar a someter su particularismo a la prueba de un país lejano, como Chile. Para el jubilado, funcionario, el paisaje es la ciudad. Hasta que un buen día le sale la hoja roja en el librito del papel de fumar. La mitad de los personajes de Delibes son de ciudad, a veces comerciantes.
De todos modos el «escritor con territorio» rara vez sale de él a no ser que el argumento o la vida le obligue a ello. Por ejemplo, si tiene que hacer la Guerra Civil y no quiere ver la muerte de cerca. Delibes me decía no hace mucho para una entrevista que publiqué en el suplemento de Vocento que se atrevió a cazar pájaros porque los ojos de estos no tienen mirada humana. Él no habría sido capaz de matar un ciervo. Así que para hacer la guerra se fue de soldado a la Marina, con unos amigos. Tenía 16 años y de aquella experiencia saldría «Madera de héroe». Para escribir la historia de «Los santos inocentes» tuvo que buscar en Extremadura señoritos distintos a los castellanos, ni mejores ni peores pero más propios del latifundismo. Le asustó que en la película de Camus los espectadores desearan la muerte del señorito.
Su última novela fue «El hereje». Supe que la trabajó mucho. Se la debía a Valladolid. A la Historia. Es distinta. Quizá la mejor… Pero también en ella hay un personaje, hay un territorio y hay una pasión.
César Alonso de los Ríos
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