Israel tiene uno de los sistemas electorales más representativos del mundo, sino el más. Una insensatez de ese calibre tiene un precio: gobiernos formados por enrevesadas coaliciones. Si a ello sumamos la complejidad inherente a una sociedad formada por gente que llega de Yemen, Alemania, Marruecos, India, EE.UU., Rusia... nos podemos hacer una idea del caos que reina en la política de aquel país.
El que el ministro del Interior, miembro de un partido ultraortodoxo, se la haya jugado al primer ministro, líder del Likud, anunciando la construcción de viviendas en un asentamiento próximo a Jerusalén, justo cuando el vicepresidente Biden trataba de resucitar el difunto proceso de paz, es una cuchillada más en un rico diálogo entre compañeros.
El problema de fondo tiene difícil solución. Israel no tiene fronteras definitivas. Hay unas fundacionales, otras que son resultado de la Guerra de Independencia y finalmente el Jordán al que se llegó tras la Guerra de los Seis Días. Ninguna sirve. Sólo de común acuerdo con los árabes se llegará a una solución final y eso es hoy más difícil que hace diez años, cuando la Autoridad Palestina tenía alguna autoridad.
Roto el campo árabe entre islamistas y nacionalistas, que viven una guerra civil de baja intensidad, los israelíes tratan de separarse de sus vecinos al tiempo que consolidan asentamientos allí donde quieren permanecer. Pero eso no es tan fácil, primero porque no se ponen de acuerdo entre ellos y segundo porque plantea serios problemas con norteamericanos y europeos.
La maniobra de los ultraortodoxos sólo tiene un beneficiario: los palestinos. En esa parte del mundo los radicalismos se alimentan unos a otros, ahogando el sentido común y la moderación.
Florentino Portero
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