Vuelvo de un viaje a Nueva York con dos reflexiones principales:
-La primera puede resumirse así. América ya no soporta la crisis. No la desconoce porque no puede hacerlo. Es demasiado real y está demasiado presente. Pero le harta y hasta le humilla seguir hablando del tema. Quiere pasar página ya. No más tarde de ya. Es un país que mira permanentemente al futuro entre otras cosas porque es joven, tremendamente joven y, sobre todo, porque tiene una sociedad civil especialmente dinámica y eficaz. No le interesa ni le divierte -como tanto nos gusta en Europa- darle vueltas políticas e intelectuales al origen de la crisis, ni a los auténticos culpables de la misma, ni a valorar de mil formas sus consecuencias visibles e invisibles. No se plantea, desde luego, llevar a efecto cambios radicales, ni tolera, en modo alguno, pesimismos sobre su capacidad para superar la situación. Tienen el convencimiento -que comparto- de que, a pesar de ser el gran culpable de la crisis, son el único país del mundo que está en condiciones de recuperar, incluso a corto plazo, la vitalidad del sistema y, con ello, el crecimiento económico sostenido.
-La segunda reflexión tiene que ver con la pérdida de prestigio que está acumulando Europa en los EE.UU., tanto en los medios de comunicación como en los ambientes empresariales. Nuestra imagen es cada vez más negativa. Los recientes artículos en el Financial Times, en The Wall Street Journal y en la revista Time aluden al «increíble hundimiento de Europa», a la «crisis absoluta de ideas», a la creciente e irreversible «descoordinación de políticas» en todos los órdenes y especialmente en el terreno económico y en el de la acción exterior, con lo cual su papel en el mundo se hace cada vez más irrelevante. La incapacidad para ofrecer una sola posición, para tener una sola voz, es, nos dicen, penosa e injustificable. El papel de Europa en la cumbre de Copenhague sobre el cambio climático fue -para varios comentaristas- un ejemplo más, y no el más importante, de nuestra insignificancia política.
Estas dos reflexiones deben hacernos reaccionar. La relación entre Europa y los Estados Unidos tiene que convertirse en el tema esencial, e incluso prioritario, de la política exterior europea, y España, que ha asumido la Presidencia, debe concentrar sus esfuerzos en evitar que este proceso de distanciamiento se haga irreversible. Y no va a ser tarea fácil.
Los europeístas clásicos no son conscientes del riesgo. Piensan que Europa, a pesar de todas las dificultades, sigue avanzando y progresando correctamente en sus objetivos fundamentales y no les inquieta ni la lentitud paquidérmica del movimiento ni la aceleración de acontecimientos en el resto del mundo, ni las nuevas circunstancias y realidades. Se resisten a aceptar la verdadera situación europea que puede resumirse en los siguientes puntos:
-Una natalidad en decadencia (España sigue encabezando esta lista) que, a pesar de la inmigración, está produciendo un envejecimiento de la población, que a su vez reduce inevitablemente la vitalidad y el dinamismo de la sociedad. Ese no es el caso de los EE.UU. que mantiene el índice de 2.1 hijos por mujer.
-Una inmigración poco controlada y asumida, generadora de conflictos sociales crecientes que necesita de políticas de integración costosas y difíciles de diseñar.
-Sectores públicos, en general sobredimensionados, que, en varios países, en vez de decrecer, aumentan en número y en incompetencia y que reducen gravemente el ámbito del mercado.
-Un eje director y decisivo franco-alemán que, aunque parezca unido en algunas situaciones excepcionales, sigue manteniendo discrepancias en muchas áreas y defendiendo prioridades distintas de acuerdo con los intereses respectivos.
-Una Gran Bretaña que nunca acabará de decidir su integración plena en Europa y que conservará su mercado de capitales, su moneda y su relación privilegiada con los EE.UU. y con la Commonwealth.
-Unos nacionalismos intensos que generan deplorables políticas defensivas en forma de excepciones tanto culturales como económicas y sociológicas.
-Un mercado que está muy lejos de ser un mercado único tanto por el peso del sector público como por las políticas proteccionistas, directas e indirectas, visibles e invisibles.
-Una política agraria cada vez más absurda y más indefendible.
-Una incapacidad absoluta para poner en marcha políticas comunes en temas básicos como defensa, política exterior e inmigración.
-Un antiamericanismo a varios niveles que hace que el diálogo no tenga la naturalidad y la sinceridad que se requiere.
-Un cansancio histórico profundo y un grave descenso de los niveles éticos.
Europa tiene sin duda muchos valores positivos y una fuerza potencial enorme, pero tendrá que darse cuenta en algún momento de que su futuro está en peligro y salir del conformismo y la resignación en los que parece instalada. Estamos viviendo, desde hace tiempo, y a escala global, una guerra económica -y por lo tanto una guerra de poder- en la que participan como actores principales tres bloques de países: los que componen el eje del Pacífico (China, Japón e India, principal pero no exclusivamente); el continente norteamericano, fundamentalmente USA, pero con la importante sinergia que aportan Canadá y México; y los 27 países que de momento conforman la Unión Europea que seguirá creciendo hasta agotar la cantera. Nuestra situación, entre una potencia claramente superior como es la norteamericana y unos países asiáticos que están desarrollándose con unos índices de crecimiento espectaculares tanto en lo económico como en lo científico, lo tecnológico e incluso lo cultural, es una situación dramática. Si hubiera que apostar a ganador poca gente lo haría por una Europa que no parece dispuesta a recuperar el realismo, el vigor moral y la capacidad de acción que se necesitan para salir de este largo y profundo letargo.
Lo inquietante de esta situación es que los procesos de decadencia -como demuestra la historia- no se detectan con facilidad. Los signos inequívocos de la inmersión en estos procesos sólo se hacen visibles en un momento muy avanzado porque este género de decadencia tiene unas fases placenteras que van adormeciendo, confundiendo y debilitando el ánimo. De la «pax romana» y luego «europea», hemos pasado -y allí estaremos algún tiempo- a la «pax americana» y quizás más tarde a la «pax asiática», con lo cual la agenda del Pacífico superará con mucho -ya lo está haciendo en varias áreas sensibles- a la agenda Atlántica. No tiene que pasar eso de forma necesaria. Pero ¿cómo despertamos a tiempo a la bella durmiente?
ANTONIO GARRIGUES WALKER, Jurista
www.abc.es
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