Los atentados del 11 de marzo de 2004 siguen dolorosamente vivos en la memoria de las víctimas y sus familias, y también en la sociedad española. No puede ser de otra manera, porque la magnitud de aquella masacre aún hoy sigue siendo inconcebible. Las secuelas físicas y psíquicas de los heridos y la destrucción de muchas familias son el testimonio vivo de la extrema crueldad de un grupo de fanáticos criminales que, por desgracia, lograron todos sus objetivos. Toda mirada atrás debe servir para aprender de la experiencia y no repetir errores en el futuro. Porque en el 11-M, entendido como esos fatídicos días que transcurrieron desde el atentado hasta las elecciones generales del día 14, España se rompió como sociedad política. Los terroristas consiguieron todos sus objetivos. Lograron, por supuesto, la matanza más brutal cometida en suelo europeo. Cambiaron el más que probable resultado electoral. Rompieron los puentes entre los principales partidos políticos y dieron paso a un período de crispación y revanchismo. Incluso en la actualidad aún se puede temer que muchas heridas sólo hayan cicatrizado superficialmente. Mientras que el 11-S unió, el 11-M rompió, porque, además de un atentado, fue una crisis nacional.
Por eso hay que recordar el 11-M sin falsos sentimentalismos, sin concesiones a la prosa fácil, porque la democracia sufrió entonces sus peores jornadas. Aquel acto terrorista -y no una determinada política antiterrorista- fue obscenamente manipulado contra el Gobierno del PP, tachado de mentiroso por afirmar que había sido ETA la autora del atentado. Entonces sí que faltó, y mucho, la lealtad de la oposición para derrotar a los terroristas. Pero éstos ganaron también la apuesta estratégica de dividir a los españoles y de propiciar la derrota del PP. El PSOE ganó esas elecciones legítimamente con sus votos. Esto es indiscutible. A partir de entonces, los siguientes cuatro años de vida política en España fueron el escenario de las consecuencias de aquel atentado: marginación antidemocrática del Partido Popular, negociación política con ETA -con todo lo que exigía de intromisión en la Justicia-, ostracismo de las víctimas de esta banda terrorista, política exterior tercermundista.
Hoy pueden recordarse aquellos atentados porque los costes de su manipulación han pasado factura y sus efectos políticos provocaron una crisis que todavía perdura, agravada por los intentos del Gobierno de fracturar una sociedad ya de por sí dividida.
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