sábado, 13 de março de 2010

Humanísimo Delibes

Escribo este artículo con el alma en los zancajos, palpando las paredes de la escritura como un ciego al que acabasen de encerrar en una cárcel que no conoce. Las palabras se resisten a acudir a mi pluma; llegan vestidas de luto, en procesión exhausta y cabizbaja, como si renegaran de su sonoridad. En cada una de esas palabras anida la orfandad, porque se me ha ido un maestro al que tributé mi veneración desde la infancia, al que he leído sin descanso desde entonces, como quien acude a un manantial de aguas cristalinas cada vez que lo acucia la sed. Hoy me ocurre lo mismo que a esas viejas casonas atestadas de muebles a las que la mudanza de sus amos convierte en hangares lóbregos. ¿Quién se atreverá a habitarlos después de que su dueño se haya marchado?

Cuando un amigo se nos muere, algo de nosotros mismos se muere con él. Con la muerte de Miguel Delibes se muere un poco la literatura, que ha sido la vocación que ha iluminado mis días, la vocación que su alto ejemplo alimentó, allá en mi juventud provinciana y retraída. No tuve la suerte de contarme entre sus amistades; pero la admiración que siempre le he profesado ha sido una forma de silenciosa y obcecada amistad. Para testimoniarla, en los anaqueles de mi biblioteca se alinean, comprados con las propinas de los domingos, los modestos volúmenes de bolsillo de la editorial Destino, donde Delibes fue publicando, con impertérrita lealtad, casi toda su obra. En ellos he encontrado siempre una literatura empeñada en el hombre, una respiración fraterna que detiene su mirada en los humillados y en los ofendidos, en los débiles y en los solitarios, en ese magma de herida y trémula humanidad que se ha quedado sin voz, que se ha quedado sin norte, que se ha quedado sin resuello. Y sobre toda esa humanidad sufriente la escritura de Delibes descendía como un bálsamo reparador.

Delibes era, ante todo, un creador de personajes, palpitantes de pasiones ancestrales que a veces apenas se nombraban y a veces adquirían la resonancia del trueno, sobre el telón de fondo del paisaje castellano, que nadie como él supo elucidar, que nadie como él supo amar de un modo tan arrebatadamente tranquilo, si el oxímoron es tolerable. Personajes que aman con atolondramiento y sufren con una suerte de resignada beatitud, que miran el mundo con una perplejidad recién estrenada, que sienten y callan pudorosamente; y también personajes enardecidos de un odio ancestral, personajes entreverados de alimaña o bestia acorralada, personajes ásperos y sufridos como la tierra que los modeló, personajes humanísimos en busca de Dios o del diablo, en busca de un milagro o de una redención. ¿Cómo olvidar el candor rebelde del Nini, el patetismo hondo del viejo Eloy, las tribulaciones menudas del cazador Lorenzo, la nobleza campesina y elemental de Pacífico Pérez, el conmovedor desgarro de Daniel el Mochuelo, la escarnecida inocencia de Azarías, el atribulado monólogo de Carmen ante el cadáver de Mario? Son criaturas únicas que nos acompañarán siempre, con su dolor ensimismado y su pequeñez aterida; criaturas sostenidas por un hilo de hermosa e invicta caridad, que es el signo distintivo del verdadero escritor.

En pocos escritores como en Delibes se confirma de manera tan cabal aquel axioma que identifica el estilo con el hombre. Era el suyo un estilo transparente, austero, templado, como una luz de domingo derramándose sobre la meseta castellana; un estilo sin alardes formales, pero al mismo tiempo desdeñoso de afectados desaliños, que devolvía a las palabras su misión primigenia de mencionar con exactitud las cosas y desvelar su sentido más profundo. Descansa en paz, maestro; con tu obra contribuiste a salvar lo que queda de humano dentro de nosotros.

Juan Manuel de Prada

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page