A Delibes, el sábado, le enterraron dos veces en distintas instancias. Primero en su ciudad (en «la ciudad», a la manera de Kavafis) que no escatimó en honores ni tasó las plegarias, que condujo sus restos al Panteón de Ilustres, que expresó su condolencia a pie de calle, que le dio sepultura, en fin, como Dios manda. Acto seguido, con la nocturnidad de siempre y con la alevosía habitual en estos casos, el difunto escritor fue reescrito por los especialistas en jugarretas funerarias y en los altares de la televisión del régimen se celebró una inhumación a humo de pajas. No ya como Dios manda, por supuesto, sino como ordena el amo. A mandar, señorito, que para eso estamos.
Desde el mismo momento en que González-Sinde inauguró la sección de muertos dedicados proclamando «urbi et orbi» que don Miguel Delibes era un autor de cabecera del capitoste de la jarca se veía venir que al novelista iban a hacerle un traje a guisa de mortaja. A la medida, claro, porque, si no da el pego, el gatuperio canta. Hablando de cantadas, ¿cuando la culta latiniparla dice «era», quiere decir, quizá, que ya no «es», que a Zapatero se le ha ido el santo cielo y que esa declaración -«Confieso que he leído»- no pasa de ser una mezquina inocentada? Aviados estamos si, sobre sufrir al inconsciente, nos toca padecer al inconstante.
Es obvio que la ministra de Cultura si conoce a Delibes es de vista puesto que títulos de créditos hay que reconocer que no le faltan. De lo contrario, resulta inexplicable el desempacho con el que combina la idiocia con la audacia. Ensalzar la maestría del extinto a la hora de perfilar sus personajes es un lugar común que, en los pésames, pasa. Añadir, con ínfulas canónicas y un aplomo que pasma, que su mayor virtud es ser universal y... castellano-leonés, ¡toma castaña! O sea, que el camino es una trocha interminable que pasa por El Bierzo, recala en Salamanca, se solaza en Astorga, reza el rosario en Ávila y, si se le apetece, baja hasta la Ribera a echar un trago.
¿Un trago? Un trago es González-Sinde y nos obligan a tragárnosla. Así que Miguel Delibes, un castellano-leonés de trago a rabo, igual le hincaba el diente al botillo que al lechazo, removía el mondongo, freía los torreznos y espolvoreaba azúcar en las mantecadas. ¡Ancha es Castilla-León! ¡No hay que ponerle puertas a la Tierra de Campos! Farfullando en castellano-leonés, la personilla es todo un personaje.
Al cabo, lo que pretenden es abolir a la persona y transformar la realidad en un baile de máscaras. En el sepelio mediático de Miguel Delibes no faltaba detalle, ni malicia, ni tramoya, ni cálculo. Lo único que faltaba es ver a Miguel Delibes retratado tal cual en la pantalla y no a una caricatura antifranquista por mucho que lo fuera -antifranquista, no un cariacontecido caricato- de tejas hacia abajo. A nadie le interesa, sin embargo, hacer el elogio fúnebre de un hombre que creía que el perdón y el olvido pasean de la mano. Que la tolerancia es el abono de la libertad, que sale más a cuenta ir a la iglesia que quemarla. Y que sabía a ciencia cierta que la milana de Azarías revolotea todavía en esas fincas en las que Bermejo y Garzón pegan la hebra mientras le pegan un tiro a algún venado.
«Sit fiat terra levis». Que la tierra te sea leve (y que la culta latiniparla se recate).
Tomás Cuesta
www.abc.es
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