El idioma castellano se llama español porque su norma y su estructura dan cuerpo al ser de España. En esa lengua tersa como el horizonte de su tierra compuso Miguel Delibes páginas imborrables de un clasicismo sobrio y resplandeciente, de un magisterio sin modas que se proyecta en el tiempo como la sombra de un gigante. Era el maestro de la pureza, del temple, de la contención, de la serenidad. El heredero de la fecunda desnudez conceptual del 98, un aliento de austeridad formal y hondura de espíritu en el que se condensa sin concesiones la esencia de un carácter colectivo. Era la voz y el paisaje y el cielo y la luz y el alma de Castilla expresados en la sencillez de una concisa voluntad de estilo.
Cazador, campesino y paseante, ecologista precursor lejano de fundamentalismos dogmáticos, quizá pronto haya que leerlo, como a Azorín, con la ayuda del diccionario, porque su universo lingüístico responde al latido de una vida y de una naturaleza en extinción. Tenía más recorrido que Azorín, más profundidad de mirada, más anchura de perspectivas, mayor intensidad creadora. Se definía a sí mismo como un novelista de personajes, pero era mucho más que eso: un potentísimo narrador de historias puras y escuetas, de un ímpetu contenido y sombrío, cuyo áspero hilo moral conducía a un recio compromiso sin adornos ni composturas. Siempre fue un progresista ponderado, un pesimista sensato, un reformista lúcido. Honesto, firme, comedido y cabal; un escritor entero, insobornable, dotado de una dignidad natural y una distinción ética que orlaba tanto su prosa seca como su alta figura de patricio agrario. Un clásico en vida, cuya grandeza histórica ha resistido tendencias generacionales, modismos apasionados, hábitos efímeros y gustos caducados tras precarios fulgores que acababan a los pies de su elegancia estatuaria, hojarasca rendida bajo el ciprés de su magisterio perpetuo.
Tenía Delibes una prestancia y un señorío antimodernos, forjados sobre la persistencia esencial de la palabra en el tiempo. La líquida trivialidad contemporánea le había ido convirtiendo en un referente de lucidez, en un icono de escéptica claridad a contracorriente de caprichos y ligerezas. Envejeció como un árbol nudoso de madera noble plantado sobre un horizonte de viejas certezas, testigo de verdades eternas sobre la tierra herida de la soledad y los desengaños. Su obra fecunda, intensa, transparente y fértil merecía el Premio Nobel pero era blanco, heterosexual, cristiano, monógamo y políticamente moderado: demasiado aburrido para las veleidades exóticas y posmodernas de la Academia sueca. Vivía alejado de los circuitos de influencia, de moda y de poder. Para ganarlo habría tenido que escribir en swahili o serbocroata; lamentablemente lo hizo siempre en el mejor y más limpio castellano, en la lengua común de sólo cuatrocientos millones de hablantes a los que deja en herencia el bosque de papel de un ejercicio de literatura formidable.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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