Decir adiós a Miguel Delibes es despedirme también de una parte de mi memoria. Supone evocar aquellos años que recorrí en su compañía, leyendo uno tras otro sus libros, sintiendo su prosa limpia y directa, como la luz de Castilla. Gracias a él comprendí tempranamente muchas cosas. Aprendí a amar la belleza discreta de mi tierra áspera. Escuché los rumores de una España que sufría las penas de su olvido. Supe que detrás de la debilidad aparente de algunos se alojaba la fortaleza silenciosa de una dignidad insobornable. Pero, sobre todo, sentí por primera vez la vibrante y luminosa fuerza de la lengua castellana, su cadencia lenta y armoniosa, su gravedad fascinante y repleta de resonancias.
Han pasado ya muchos años desde que abrí su primer libro, pero la evocación de Delibes sigue ahí, alojada muy dentro de mí, como uno de los recuerdos más vivos y queridos de mi Valladolid natal, como uno de los asideros más profundos de mi educación sentimental.
Pero hablar de Delibes y refugiarme en los recuerdos sería tanto como olvidar lo que más debe importarnos ahora: dispensarle el homenaje que se merece. En momentos como el que vive nuestro país, su desaparición nos deja especialmente huérfanos de hombres como él. Si fuéramos capaces de seguir su ejemplo, si tuviéramos la valentía de imitar su discreta dignidad y su entrega sincera a las cosas bien hechas, seguro que España afrontaría con más solidez y entereza su futuro.
Delibes fue una persona de bien, un hombre sencillo y adusto que hablaba tendiendo la mano con sus palabras. Desprovisto de cualquier atisbo de dogmatismo y rigidez, supo impregnar toda su obra de él mismo. Sus personajes eran Miguel Delibes. Plasmaban su compromiso con la libertad sensible de quien sabe que los otros son siempre el reflejo de nuestra propia responsabilidad. Una responsabilidad generosa que se palpa y se toca, que se proyecta a través de una mirada frágil y humana en la que está nuestra conciencia: lo que somos y lo que hacemos por los demás.
Miguel Delibes ha muerto y con él algo de nosotros ha muerto también. No me importa reconocer que he llorado la noticia porque he sentido que perdía algo que me hacía mejor. Me quedan los recuerdos y su ejemplaridad. Desde hoy amaré un poco más mi tierra y me sentiré un poco más orgullosa de haber nacido en esa Castilla amable que tan bien supo cartografiar Miguel Delibes con su noble corazón. Sólo una última cosa. Ojalá que viva ahora abrazado eternamente a esa mujer de rojo a la que tanto amó. Descanse en paz un alma generosa.
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