Comenzaba el drama poco antes de tus siete años, cuando te anunciaban, con cierta solemnidad, que, el día que los cumplieras, se te otorgaría velis nolis el uso de razón, lo que te permitiría en adelante merecer el infierno con tu propio esfuerzo. Pese a Borges, la desproporción indudable que supone arriesgar la salvación eterna por unas fugaces bellaquerías con Bartolilla detrás de la puerta, que decía Góngora, contenía una veraz admonición para lo que te quedase de existencia en el mundo contingente, donde decisiones en apariencia insignificantes te granjean sinsabores que duran a veces varias décadas. En tal sentido, la economía católica de la salvación constituía, incluso para los que después causaríamos baja en la Barca de San Pedro, un riguroso espejo de la vida humana.
En cuanto a la educación de la sexualidad, lo que más sigo agradeciendo a los venerables curas de mi infancia y mocedad es que no me la pretendieran educar en absoluto, bastándoles con prohibir su sola mención. Como los padres (asimismo católicos) tampoco solían pecar de explícitos sobre este asunto, la iniciación en su conocimiento corría a cargo de la horda viril, que nunca me defraudó. Y ese es el tipo de educación en valores que habría querido para mis hijos, algo no sólo al margen del currículum escolar, sino también de la familia. Una educación agonística y marcadamente empírica que se equilibrara dentro de los límites de una tradición de saberes irregulares y clandestinos, transmitida a veces mediante canciones guarras, pero orientada a la adquisición de virtudes cardinales y sentido del honor. Justo lo que hoy no aparece por parte alguna y que era habitual en la España de hace medio siglo.
No he conocido curas o religiosos pederastas. Que los hubiera o los haya es cosa que no voy a discutir. Su aparición como figura literaria se remonta, en nuestra lengua, al Lazarillo; es decir, a una novela impregnada de erasmismo, corriente intelectual cristiana, como se sabe, muy crítica con los vicios de los eclesiásticos. Quizá no estaría de sobra un poco más de audacia erasmista en la Iglesia actual, pero las perversiones verdaderamente preocupantes no están hoy en la Iglesia, sino en el frente contra la Iglesia. Si alguien no ve en el alboroto mediático que trata de presentar al clero católico como un nido de pedófilos corrompidos por el celibato una maniobra para desalentar la oposición de la Iglesia al matrimonio homosexual, a las legalizaciones del aborto y de la eutanasia, o a la alegre difusión cívica del preservativo entre los alumnos de secundaria, es que necesita operarse de cataratas.
En suma, a la Iglesia, desde mi radical distancia, le agradezco que me enseñara que los actos más nimios pueden tener consecuencias pavorosas; o sea, que hay que saber andar por la vida con pies de plomo. Y que, aun ponderando los desastres a que puede conducir la sexualidad ad libitum (con permiso del maestro Martín Ferrand), reservara los rapapolvos (nunca mejor dicho) para el confesionario. Más que los curas pederastas, especie minoritaria perseguida y en extinción, me preocupa la conversión de la pedagogía en pederastia a cargo del Estado, en lo que se va avanzando gracias a la implantación de programas de técnicas de masturbación y colocación de la goma higiénica, encomendados a corporaciones de especialistas perfectamente prescindibles, a los que Manolito, recadero de la frutería de mi barrio y auténtico hijo de rojo, no como otros, habría dado sopas con honda en un castellano digno de Delibes, sin necesidad de un puñetero máster en sexología.
Jon Juaristi
www.abc.es
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