domingo, 21 de março de 2010

El cigarral de Marañón

He comprado un cigarral en Toledo. El más bonito de los que hay por allí, con muchas flores y olivos y un pequeño conventito que voy a arreglar muy bien para vivir allí algunas temporadas. La vista de Toledo es formidable.

Carta de G. Marañón a I. Zuloaga

14 de marzo de 1921

En marzo de 1921, Marañón, con treinta y tres años, ha comprado el cigarral que tiempo atrás había conocido de la mano de Galdós. Dos semanas después de adquirirlo lo visita con Pérez de Ayala, su gran amigo del alma, quien escribe:
«Al caer la tarde , bajo unos olmos robustos y venerables, Toledo, que en plena luz es color de hueso antiguo, de marfil insigne, comienza a animarse, a sonrojarse como una mejilla a la cual afluye la sangre y él solo, para sí, absorbe la postrera luz crepuscular, en la vasta noche de amatista».

Marañón acomete la restauración del cigarral, acondicionándolo para hacerlo habitable. Y allí emigró -son palabras suyas- sin saber por qué, atraído por el instinto -como los pájaros- de que en aquel lugar su obra iba a cumplirse. Más tarde confesaría que en el cigarral habían transcurrido sus horas más felices y fecundas.

El edificio del convento, que proyectó Monegro en los albores del siglo XVII, es de traza sencilla. Tiene dos plantas, con un gracioso movimiento de planos y niveles. Una logia de tres arcos sobre columnas toscanas, y la espadaña, ponen una nota de distinción en su arquitectura. Uno de los mayores encantos del edificio es el precioso juego de sus plazoletas y jardines aterrazados, que integran armoniosamente los distintos niveles del terreno. Forman un oasis de sensualidad, entre fuentes y vegetaciones frondosas, un paisaje italianizante en el que también se integra un campo de olivos y frutales con Toledo al fondo, asentado sobre su rocosa pesadumbre, como la montaña mítica del jardín renacentista de Petrarca.

El cigarral va a alcanzar el momento de mayor esplendor de su pequeña historia. Se convierte en el lugar de encuentro de los artífices de uno de los periodos más brillantes de la cultura española. Y destaco lo de española porque sus protagonistas no sólo establecieron hitos literarios, científicos y artísticos prodigiosos, sino que también sintieron la vocación de su país con el mejor de los impulsos patrióticos.

La relación de las personalidades que acuden al cigarral de Marañón entre 1922 y 1936 es inacabable, y allí se suceden, además, reuniones de un gran alcance político, como la que protagonizan Matos, ministro del Interior del Gobierno Berenguer, y Osorio Gallardo, por los republicanos, intentando alcanzar, antes del 14 de abril, un acuerdo que ya era imposible, o la que más tarde celebraron Azaña y el presidente francés Herriot.

Tirso de Molina, en el capítulo que dedicó al cigarral, relató una jornada, que terminaba con la representación de la obra de teatro Cómo han de ser los amigos. En el verano de 1935, lo que imaginó el fraile mercedario se ha hecho realidad. En el cigarral se reúnen unos amigos que saben serlo, y uno de ellos, Federico García Lorca, que quiere comerse la tierra roja del olivar untada en pan y que, acalorado, se arroja vestido al estanque de la fuente, empieza, al atardecer, la lectura de Bodas de Sangre, provocando en los que le escuchan una indescriptible emoción. Marcelle Auclair nos cuenta que:

«... no leyó como un actor, ni se complacía en la dicción de las palabras como suelen hacer los poetas, pero interiorizó con tanta intensidad la realidad de sus personajes, que nos hizo verdaderamente temblar, como cuando el cante jondo hiela la sangre; al terminar Federico, a Marañón se le saltaron las lágrimas».

Muy poco después estallará la más incivil de nuestras guerras, que marcará los destinos de todos los españoles, y de manera muy especial el de algunos de los que celebraban alegremente su amistad en aquella inolvidable jornada. ¡Qué vértigo produce la tragedia inesperada cuando se la contempla desde el recuerdo del instante feliz que la antecede! Federico, despiadadamente asesinado, y Marañón, en el exilio, simbolizan aquella tormenta, negra y sangre, que segó tantas vidas y esperanzas.

Toledo, por su parte, fue símbolo universal de la Guerra Civil, para que se cumplieran las palabras de Galdós cuando dijo que nuestra ciudad es la historia completa de España. También el cigarral padeció los crueles embates de la contienda. La casa, bombardeada por el bando republicano, sufrió graves desperfectos; y los libros y el mobiliario desaparecieron como botín de las tropas nacionales y alimento de sus hogueras. En 1938 fue embargado «para asegurar las responsabilidades civiles de Marañón que determinarían las autoridades militares competentes», pero la presencia de su hijo Gregorio en el bando nacional evita que el cigarral corra la misma suerte que el de Madariaga, vendido ignominiosamente en pública subasta y más tarde derribado. Carmen y Alejandro Araoz lo restauran de nuevo, con infinita devoción y acierto. Y así, cuando en una lluviosa noche de noviembre de 1942, el matrimonio Marañón regresa del exilio y se dirige directamente al cigarral, encuentra cada piedra en su lugar, el interior de la casa incluso mejorado y los jardines aún florecidos, sin rastro de escombros o metralla. «Y sin embargo todo volvió a empezar», escribe entonces Marañón, «lo que creíamos que no volvería más, vuelve, y es fuente, como antes, de las mismas emociones».

Entre 1942 y 1960, cuando fallece, Marañón pasa sus mejores horas en el cigarral, rodeado de su familia y amigos, «siendo visitado como una catedral humana» -en palabras de César González Ruano- por personalidades de todo el mundo, encontrando tiempo para culminar su ingente obra literaria y científica y, sobre todo, sintiendo, en su retiro, en su soledad llena de profundas compañías, esa plenitud interior que llamamos felicidad.

Ya enfermo, un día de marzo de 1960 regresa al cigarral para contemplar, por última vez, «la ciudad resplandeciente en la postrera lumbre del ocaso» y escuchar con el alma «el silencio que viene, paso a paso, preñado de misterios del Oriente». Son versos suyos del último poema que escribió, enamorado siempre, para Lola Moya, su mujer, al dorso de una fotografía, en la que Marañón aparece, de espaldas, en el atardecer de su vida, con el pensamiento transido, mirando hacia Toledo tras las colinas pobladas de símbolos del cigarral.

Murió días después, el 27 de marzo de 1960, hace ahora cincuenta años. El cigarral conocerá entonces un periodo de relativo abandono. No es la dejadez de la incuria, ni la ruina que deja a sus propietarios sin medios para mantener una casa. Se trata de un abandono distinto, del abandono que se produce con el alejamiento, sin retorno, de la persona que con su presencia había llenado de vida el lugar. Durante los próximos dieciocho años la historia del cigarral quedará sumergida en un extraño paréntesis, descolgado del tiempo. Lola Moya se adentró en un largo invierno, con su vida rota, sin dejar un resquicio al olvido, y no quiso volver a habitar el cigarral que le evocaba la felicidad que no podría revivir. En 1978, a su muerte, tenía yo treinta y cinco años, y por un imprevisible curso de los acontecimientos pude adquirir el cigarral a mi familia. Se cumplió entonces ese sueño que nos acompaña siempre de poder recuperar el paraíso perdido de los juegos felices de nuestra infancia.

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