quarta-feira, 10 de março de 2010

Protegiendo a Garzón

La primera vez que oí el nombre de Baltasar Garzón fue a finales de los ochenta. Un puñado de locos, empecinados en no pasar por el crimen de Estado, andábamos montando la Acción Popular contra los GAL. No sé los demás, pero lo que es yo no tenía la menor esperanza de llegar a nada. El Estado es un adversario colosal, frente al cual lo común es estrellarse. Y aquel de González no era un Estado cualquiera: era la fase superior y refinada del franquismo. Yo me metí en aquella historia, básicamente por lo que tenía de causa perdida; sólo por las causas perdidas vale la pena batirse.

Creo que fue Fernando Salas el que me corrigió: «Bueno, al menos, esta vez nos toca un juez instructor joven y que parece un tipo decente». Y allí escuché por primera vez el nombre de Garzón. No diré que puse demasiadas esperanzas. Yo, a esas alturas, había ya aprendido en los clásicos que la esperanza sólo lleva a ser esclavo. Pero hice lo que pude para convencerme de que la cosa podría conducir a algo. Aunque sólo fuera por la inmensas torpezas que habían cometido los criminales, al abrigo de su impunidad. Luego, llegó el primer bofetón contra el muro de lo real. Garzón se lió con su Señor X y acabó de lugarteniente del hombre al cual, en privado, no se cuidaba de proclamar jefe de una banda de asesinos. Fue terrible.

Peor aún fue el retorno. Humillado y celoso por la no otorgación del ministerio prometido, el juez regresó a la Audiencia. Cuando retomó el caso, todos percibimos el peligro abierto: de haber condena, el recurso contra un instructor contaminado tendría todas las posibilidades de prosperar. Garzón no podía, en puridad garantista, seguir con aquel caso sin arruinarlo. Lo entendieron algunos procesados; los que trataron de convencer a Barrionuevo para que dimitiese de su escaño, forzando que la vista oral se hiciese sobre la instrucción -nula de derecho- de Garzón. Afortunadamente, la testarudez del carlista fue más fuerte que los consejos jurídicos. Barrionuevo no dimitió. El caso pasó al Supremo. El nuevo instructor, Móner, entendió que la instrucción de Garzón era nula y reinició todo desde cero. Para el Supremo, a la hora de juzgar, no existió la instrucción de Garzón. Sí, la impecable de Móner. Es lo que el Tribunal de Estrasburgo acabó por reconocer ante el recurso de Rafael Vera: instrucción viciada de Baltasar Garzón, sí, pero sentencia justa e inapelable, puesto que dictada sobre otra instrucción distinta. Sólo entonces respiramos.

No es ésta sino la hipérbole de lo que Garzón ha sido en estos años. En un país cuya tragedia mayor es la ausencia de independencia judicial, cualquier magistrado un poco listo -procesalmente incompetente, pero listo- puede sentir la tentación más grave y jugar al doble eje que decide de todo: partidos políticos y grandes medios de opinión pública. Los actos escénicos se han seguido en la actuación profesional de Garzón. Al servicio siempre de la política gobernante. Con perfecto desprecio de las normas procesales. Con un sentido mediático, admirable. Liquidó a Liaño, porque así interesaba a los más poderosos. Dictó una orden contra Pinochet que, de no haber sido recompuesta por la Cámara de los Lores británica, hubiera desembocado en el ridículo. Construyó macroprocesos que desembocaban en nada. Descubrió un día que Franco estaba muerto y otro que Carrillo era un ángel. Bloqueó un «Faisán» incómodo para Zapatero. Violó la comunicación entre acusados y abogados... No existe un juez en Europa que hubiera podido sobrevivir a la mitad de eso.

Zapatero lo protege. Declara que es su obligación. Él sabrá por qué dice eso.

Gabriel Albiac

www.abc.es

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