Tengo un amigo muy querido, catalán y republicano, que me confesaba, entre divertido y perplejo, que no podía evitar que lo salpicase la marea de la emoción cada vez que los Príncipes de Asturias se abrazaban en el palco, celebrando los goles de la selección española en esta Eurocopa. Y mientras mi amigo me confesaba esta debilidad (que no era sino grandeza de espíritu) me acordé de un pasaje conmovedor de cierto artículo de Wenceslao Fernández Flórez, que durante una temporada escribió crónicas futboleras para este periódico; crónicas perfumadas siempre por la brisa del escepticismo irónico que luego reuniría en un librito delicioso, titulado «De portería a portería», editado por Prensa Española. En aquel artículo, adoptando un tono entre socarrón y cascarrabias, Fernández Flórez refunfuñaba sobre los hábitos de los hinchas, y más concretamente sobre su histeria ruidosa, que los hace rugir a coro en las gradas de los estadios, increpar al enemigo -aunque esté lesionado- e insultar al árbitro, hasta que por fin el equipo al que animan marca un gol, y entonces... Entonces Fernández Flórez narra cómo la señorita que está a su lado en las gradas del campo quiere abrazar al señor visiblemente exaltado que la acompaña para celebrar el gol; pero resulta que el señor está oprimiendo en ese momento al vecino de la derecha, transportado de júbilo; y la señorita, en el calor de la celebración, se vuelve hacia Fernández Flórez y lo abraza sin previo aviso. Fernández Flórez mira en derredor con un gesto similar al de quien encuentra una cartera en la calle; pero enseguida, qué coños, abre resueltamente los brazos y estrecha entre ellos a la muchacha. Y el cronista escéptico que hasta ese momento ha contemplado el fútbol con displicencia o mero desdén siente, de repente, que la alegría le rebulle en el cuerpo, y siente también que crece dentro de él un insospechado fervor futbolístico; y hasta se sorprende suplicando ansiosamente: «¡Más goles! ¡Vengan más goles...!».
Pues esa alegría de los goles de España, que a hombres y mujeres vuelve más intrépidos y fogosos aunque no nos guste el fútbol, que a su calor nos torna de repente españoles sin premeditación, españoles de entraña y certeza, es la que en estas jornadas nos ha cambiado a todos la cara, sustituyendo ese aire de congrios hervidos que nos dejan las politiquerías de los políticos por un aire como de jamones serranos, restallante y vigoroso, que da gusto verlo. Ese aire suculento y jovial es el que tienen los abrazos de los Príncipes en el palco del estadio; y hasta el espectador más escéptico o atrabiliario, hasta mi amigo catalán y republicano los ve achucharse y se sorprende suplicando ansiosamente, como Fernández Flórez en su artículo: «¡Más goles! ¡Vengan más goles... de España!». Y es que, de repente, todas esas entelequias pelmazas con las que tanto nos gusta zaherirnos a los españoles (la politiquería convertida en cilicio de nuestro impenitente y proverbial masoquismo) se escabullen soltando berridos, como los demonios se escabullían del cuerpo de los endemoniados, cuando Jesús les imponía las manos. De repente, un tío como -pongamos por caso- Ibarretxe, engolfado en sus tabarras plebiscitarias, se nos antoja una estantigua o un marciano, o tal vez sólo un señor con problemas de estreñimiento. Y nos entran ganas de decirle: «Pero, hombre de Dios, ¡péguese usted un abrazo con la parienta, o con la vecina, o con la muchacha que le traduce al euskera las notas que usted escribe en castellano, pero abrácese de una puñetera vez y abandone ese gesto de congrio hervido! Verá cuánto bien le hace».
Porque vaya si hace bien. Si estos campeonatos se celebraran, en lugar de cada cuatro años, cada cuatro meses, la gente se abrazaría muchísimo más; y, al calor de los abrazos, todos esos atracones de bilis y esos dolores meningíticos de cabeza con que los españoles nos atormentamos se quedarían en alifafe de poca monta. Porque, vamos a ver, ¿qué son sino fruslerías esas monsergas del segregacionismo y el «derecho a decidir» ante la efusión rotunda, cálida y fraternal de tantos españoles que celebran con un abrazo lo que les mandan el instinto, la pasión y el alma? Durante estas semanas que ha durado la Eurocopa, los españoles hemos actuado como esos muchachos apenas púberes que al principio no se atreven a declarar su amor a la muchacha que les sorbe el seso, por temor a hacer el ridículo; y así, recién comenzada la competición, bromeábamos con la fatalidad de ser eliminados en cuartos de final, como el muchacho bromea con la expectativa de recibir calabazas. Pero aquellas eran bromas mohínas propias de cobardones; pues el amor que anhela ser correspondido ha de ser ante todo audaz y echao p´alante. Y ha bastado que nos lo creyéramos y nos sacudiéramos esa capa de mugre de los complejitos y las pusilanimidades con que nos abruma la politiquería de cada día para que descubriéramos que la muchacha que nos sorbía el seso estaba esperándonos, como las vírgenes prudentes de la parábola, con la lámpara encendida; y que, en echándole un poco de aceite, la lámpara llameaba como una hoguera de San Juan. Hemos necesitado que once españoles en calzoncillos se pongan tibios a meter goles para descubrir que el amor a la patria no es pasión vergonzosa ni asquerosita, ni querencia propia de carcas o nostálgicos, ni parecidas zarandajas, sino amor actuante y salutífero, como lo es el amor a la propia sangre. Porque los carcas, y los nostálgicos, y los tíos que dan asquito y vergüenza son los que no lo sienten; los otros, nosotros, tan sólo somos gente normal, esto es, personas que saben dejar a un lado las nimias mezquindades que los separan para abrazarse en nombre de la grandeza que los une.
«¡Más goles! ¡Vengan más goles de España!». El fútbol, dicen los expertos, es metáfora de la propia vida; frase que queda muy rimbombante y no se suele explicar. Pero si quisiéramos explicarla tendríamos que decir que la vida en esquema, como el reglamento del fútbol, es en principio muy simple: hay un balón, hay unos palos clavados en el suelo; y todo el busilis del juego consiste en meter el balón entre los palos. Pero, claro, enseguida surgen obstáculos que entorpecen y complican tan elemental misión; y, con los obstáculos, surgen también las irritaciones, las frustraciones, las tentaciones del desistimiento y la renuncia. Los españoles llevamos demasiado tiempo sufriendo con esos entorpecimientos y complicaciones; y, con frecuencia, nos oprime la asfixiante sensación de que nunca nos dejarán hacer algo tan sencillo como meter un gol en la vida. Entonces vemos a esos once españoles en calzoncillos correteando por el campo; los vemos arrimar el hombro, los vemos poner tesón en el empeño, los vemos enardecidos por una ilusión común, los vemos mantener la fe en la adversidad, y el aplomo en la tarascada, y el orgullo en la derrota, y descubrimos el sentido aleccionador de lo que hacen. Así se explica el fútbol como metáfora de la vida; y cuando el arrimo y el tesón y la ilusión y la fe y el aplomo y el orgullo se llaman España, la vida adquiere una temperatura de abrazo a la que es vano resistirse. Es posible que al principio miremos en derredor con un gesto similar al de quien se encuentra una cartera en la calle; pero, si nos agachamosa recogerla, descubriremos que esa cartera es la nuestra, la cartera que nos birlaron los politiquillos y los pelmazos que quisieron desnaturalizarnos.
Ya no podremos olvidar esta Eurocopa, porque en ella recuperamos la cartera que nos habían birlado. Vendrán los pelmazos y los politiquillos a enfriar el calor de nuestros abrazos con sus cataplasmas de frías entelequias. Pero donde hubo llama siempre quedará rescoldo; y la vocación natural del rescoldo es volver a llamear. Bastará con que vengan más goles de España; y, a su calor, nos volveremos a dar abrazos, que es la forma más jubilosa y arrebatada, más natural y tranquila, de ser españoles. Y, además, en el abrazo, siempre se pilla cacho.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário