Es obvio que el Manifiesto por la Lengua Común llega tarde, muy tarde, pero yo lo firmaré. Es obvio también que la iniciativa está liderada por algunas personas que despreciaron a quienes venimos denunciando, desde hace más de veinte años, el asalto al derecho de todos los españoles a usar el castellano, pero yo intentaré divulgarlo para que lo firmen otras personas.
Es obvio, en fin, que este manifiesto es un "cura-conciencias", una forma tan sofisticada como vieja para tapar las irresponsabilidades de algunos que no se atrevieron a denunciar en su momento un atropello sobre uno de los derechos básicos de los ciudadanos españoles, el derecho a hablar en la lengua común, el castellano, pero yo lo firmaré las veces que haga falta.
Naturalmente, no me da igual que este manifiesto llegue tarde por una falta de coraje cívico de sus primeros firmantes, o que sirva para adornarse a individuos que en el pasado guardaron un silencio cobarde, por ejemplo, a Luis Alberto Cuenca, que no hizo nada por la lengua común cuando estuvo en el Ministerio de Cultura, o que algún otro individuo de la izquierda, la derecha o mediopensionista se ponga plumas que no le correspondan, o que un periódico lo use para vender más ejemplares. Claro que todos esos asuntos me importan y me va en ellos mi forma de vida. Es menester que busquemos la manera más sutil de sortearlos para sobrevivir con decencia. Todas esas son cuestiones importantes, y estamos obligados a resolverlas con pericia de artista si no queremos vernos arrastrados por la ideología y la estulticia.
Sin embargo, ninguno de esos matices para vivir con dignidad debería ocultar el problema gravísimo que plantea el manifiesto, a saber, todos los días se atenta en Cataluña, País Vasco, Galicia, Comunidad Valenciana y Comunidad Balear contra el derecho de los españoles a usar la lengua común. Millones de padres no pueden escolarizar a sus hijos en la lengua oficial del Estado, en otras palabras, a más de un tercio de la población en edad escolar se le prohíbe (sic) educarse en castellano; por no hablar de la prohibición, en Cataluña, de rotular los carteles sólo en castellano, o de la imposición de modelos educativos monolingüísticos en el País Vasco, etc. Por todo eso, este manifiesto, con independencia de su origen, tiempo y réditos que le saquen sus primeros firmantes, tiene que ser apoyado por el mayor número posible de personas para, al menos, soliviantar a quienes son los principales culpables de que se incumpla un derecho fundamental de los españoles, el derecho a usar su lengua común.
¿Quiénes son los responsables de esta tropelía? Los políticos en su conjunto, sí, sí, todos los partidos políticos son los culpables del asalto a un derecho fundamental de todos los españoles. El artículo 3 de la Constitución es violado sistemáticamente por los nacionalistas, socialistas y populares. El orden de culpabilidad es importante, porque todos podrían ser juzgados por ese orden por alta traición a la nación. Pero, hoy por hoy, el primer responsable de la tropelía es el presidente del Gobierno, que tiene en la ruptura de lo común, y no hay nada más común que la lengua castellana, el principal objetivo para mantenerse en el poder.
Defiendo, pues, este manifiesto, porque pone en evidencia que los partidos políticos están traicionando la Constitución. Pero, por otro lado, cuestiono su éxito, porque no va acompañado de otras medidas que hagan hincapié en la necesidad de suspender las atribuciones que en materia de educación tienen las comunidades autónomas que están atentando contra el derecho de los españoles a usar el castellano y, por supuesto, a recibir la educación en la lengua común.
El catalán, el vascuence y el gallego son bienes culturales de España, pero de ahí no se deriva que se nos imponga a los españoles hablar catalán en Cataluña, Valencia, y Baleares, vascuence en el País Vasco y gallego en Galicia. Hay, pues, cientos de razones democráticas para decir "no" a esa imposición. Pero, aunque me reitere, me detendré en una razón de carácter cultural, genuinamente lingüística, que es la base de la emancipación de toda sociedad libre. Es otra razón, pues, para firmar este manifiesto: la lengua es cultura antes que política. En efecto, porque el catalán, el gallego, otra cosa diría del vascuence, son unas lenguas bien vivas, no es necesario que nadie las imponga. Porque las otras lenguas de las comunidades autónomas son para todos los españoles, excepto para los nacionalistas y socialistas, hechos vivos y enriquecedores de España, no necesitan de manipulación alguna para sobrevivir. Sólo a las lenguas muertas o moribundas hay que protegerlas con ayudas indirectas.
La supresión de la lengua común, el castellano, a través de la imposición y obligatoriedad de las lenguas no comunes es un golpe mortal al bilingüismo, un atentado a la libre opción de cada uno a expresarse en la lengua que le venga en gana. Además, toda obligatoriedad, en este caso la de las lenguas no comunes, transforma la base de una lengua, la comunicación y el entendimiento, en diferenciación y aislamiento. Una lengua no aceptada consciente y deliberadamente corre el peligro de convertirse en el peor instrumento de represión. La imposición, pues, de una lengua no común sería la coronación de la miseria nacionalista.
Lo siento, es inevitable, la pregunta me provoca una melancolía irreparable. Las comunidades autónomas con dos lenguas nos pertenecen, más aún, nos poseen a todos los españoles. Ellas apenas serían nada sin España, sin el bilingüismo que fomenta la Constitución de 1978. Desgajadas de España a todos nos convertiría en extranjeros, especialmente a los españoles residentes en esas comunidades. Pero, a pesar de todas las manipulaciones que han sufrido las lenguas no comunes de España por parte de los nacionalistas, socialistas y populares, desde 1977 hasta hoy, incluso cuando ha llegado a un grado extremo de corrupción nacionalista, éstas se resisten a morir en manos de estos depravados. Precisamente por eso, porque las lenguas no comunes de España son un hecho vivo, no necesitan de apéndices, de máquinas para ser asistidas. Si así fuera, o sea, si requiriesen de ayudas externas, "discriminaciones positivas" o "deberes impropios", "imposiciones educativas", sería legítima la pregunta: ¿merece la pena mantenerlas vivas de un "modo tan artificial", o sea, inyectándoles millones de euros y de odio contra la otra grandiosa lengua con la que conviven?
Los nacionalistas y sus acompañantes, en verdad, no creen en sus lenguas no comunes si no es para manipularlas. Son unos acomplejados, unos neuróticos, sin fe en ellos mismos y, por eso, se empeñan en resucitar lo que ellos consideran muerto, las lenguas no comunes de España, como estratagema perversa para sobrevivir a quienes usen las dos lenguas. Eso se llama resucitar a un muerto para vivir a su costa. Fraude. Es necesario salvar a las lenguas no comunes de las garras de los nacionalistas y sus cómplices, casi todos los políticos profesionales. La imposición, nada más y nada menos, por un imperativo derivado de una "moral de Estado", como pretende el nuevo estatuto de Cataluña, que los españoles sólo hablen en catalán en Cataluña, es terminar con la riqueza cultural del bilingüismo. Su muerte es el mayor atentado cultural de los nacionalistas y sus cómplices contra Cataluña. Es ir contra-natura. Hacer desaparecer el castellano de Cataluña, asesinar el bilingüismo, es tanto como robar el alma de Cataluña.
La imposición de una sola lengua es una tropelía doble: primero, se niega el bilingüismo a la sociedad catalana, que es la principal aportación de Cataluña al resto de España; segundo, se impide la libre circulación de las personas, de los españoles, de una región a otra por carecer de la habilidad de una de las dos lenguas. En fin, la utilización de la lengua para uniformizar coercitivamente a una sociedad rica y plural, sobre todo por ser bilingüe, pasará a los anales de la historia como la peor villanía de todas las cometidas por una elite mesocrática ansiosa de control totalitario de su pueblo. Otro tanto podría decirse de Galicia, País Vasco y Baleares.
Agapito Maestre
Catedrático de Filosofía Política en la Universidad Complutense de Madrid
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