El asesinato civil es una práctica muy común en regímenes totalitarios y por desgracia no infrecuente en las democracias. Las operaciones para la destrucción de una persona a partir de la dinamitación de su prestigio social, de su medio de vida, de su entorno familiar y su círculo de amistades recurriendo a falsedades entretejidas en medias verdades y unos anclajes en datos ciertos son una práctica común de los servicios secretos. Hay ocasiones en que las infamias tendentes a la destrucción de una persona tienen origen y motivación tan transparentes que, en buen lógica, debieran ser fáciles de despreciar e ignorar por los afectados y la propia opinión pública. Pero no es así. La efectividad de las campañas de desprestigio está fuera de duda. Desde las que lanzaba Stalin contra colectivos enteros o ciertas profesiones hasta los linchamientos a los que asistimos hoy en el lodazal televisivo.
Desde hace unos días asistimos a un caso en Polonia donde confluyen técnicos y métodos de la policía política estalinista con objetivos comerciales y políticos. Dos historiadores encargados por el Estado de velar sobre la documentación del aparato comunista presentan un libro en el que acusan a Lech Walesa, el que fuera líder del sindicato Solidaridad, héroe del levantamiento anticomunista europeo y después presidente electo de la Polonia libre, como un antiguo colaborador de la policía política comunista. Lo primero que cabe decir es que poco fiable colaborador se habría buscado la policía política si puso en nómina al que habría de ser uno de los principales enterradores del régimen. Es cierto que muchos colaboradores obligados a colaborar con la policía después se alzaron contra el sistema, y muchas veces con mayor vehemencia por la humillación añadida que les había infligido éste. Pero en el caso de Walesa, como en otros que intentaron mancillar los nombres de legendarios resistentes y luchadores por la democracia, como Adam Michnik o Jacek Kuron, los acusadores se basan en documentos que no tienen ni firma ni rastro de aceptación personal de la colaboración. Los centenares de millones de legajos que las burocracias policiales comunistas acumularon durante décadas pasaron muchos años bajo control de la gente que los había elaborado, que pudo falsificar documentos de fechas anteriores. En el caso de la Stasi de Alemania Oriental se han revelado muchos casos de datos falsos que informadores o policías añadían para darse mayor importancia o recibir algún tipo de recompensa. Aquí me permitirán la insufrible petulancia de mencionar mi libro «Cita en Varsovia», que narra la historia de una pareja de espías al servicio del KGB soviético -Sonia y Arpad, una polaca y un húngaro- que intoxican a sus jefes con operaciones y pagos falsos a informadores para justificar sus gastos y sus largas estancias juntos en Occidente.
Los polacos saben muy bien de qué lado estuvo Walesa y los intentos de desprestigiarle sólo tendrán eco entre sus enemigos. Lo grave del caso radica en que los dos autores del libro «revelador» son hombres de confianza de los gemelos Kaczynski, presidente y ex primer ministro, que prosiguen su campaña de agitación anticomunista con sus adversarios políticos como objetivo. Con los archivos comunistas en la mano quieren determinar quien es buen polaco, es decir un amigo suyo. También en esto se parecen mucho los Kaczynski a quienes en España nunca tuvieron problemas con el franquismo o le sirvieron con entusiasmo hasta el final y hoy reparten carnets de franquistas y antifranquistas entre quienes tienen o no tragaderas para sus mentiras sobre la historia.
Hermann Tertsch
www.abc.es
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