Hay quienes afirman que la ministra Bibiana es un epítome de la imbecilidad, pero «imbécil» es una palabra de etimología muy disputada. Para algunos etimólogos, imbécil sería aquella persona que camina sin báculo o bastón, es decir, alguien que aún no ha alcanzado la sabiduría, que según los antiguos era conquista propia de la vejez; para otros, por el contrario, imbécil sería más bien la persona tan debilitada y senil que necesita apoyarse en un báculo o bastón. Una y otra hipótesis etimológica aluden al segundo y al tercer estadio de la vida humana, según el célebre enigma de la Esfinge: «¿Cuál es el animal que al amanecer tiene cuatro patas, al mediodía tiene dos y al anochecer tiene tres?». Un pensamiento imbécil sería el que, por inmadurez, anda sin ayuda de bastón; o bien el que, por senilidad, necesita andar con bastón para afirmarse. Pero el pensamiento de la ministra Bibiana no es imbécil porque ni siquiera anda; el pensamiento de la ministra Bibiana es más bien un pensamiento que avanza a cuatro patas, a imitación del hombre en el amanecer de su vida. Como el niño que aún no posee dominio sobre sus facultades locomotrices o los miembros de aquella familia cuadrúpeda que descubrieron en una aldea remota del Kurdistán, el pensamiento de la ministra Bibiana gatea, provocando a su paso cataclismos de estupor e hilaridad.
Escribió Baltasar Gracián en una sentencia ferozmente misógina que «la mujer primero ejecuta y después piensa»; y, para darle la razón, ha llegado la ministra Bibiana, ofreciéndonos «teléfonos canalizadores de la agresividad masculina», neologismos feministoides y, más recientemente, «bibliotecas por y para mujeres». De todas estas ocurrencias, proferidas sin reflexión previa, ha tenido que ofrecer luego la ministra Bibiana palinodias o aclaraciones que, con frecuencia, resultaban más chuscas y regocijantes que la ocurrencia propiamente dicha. Cuando la ministra Bibiana prometió abrir «bibliotecas por y para mujeres», pensé que su pensamiento gateante había alcanzado la culminación; las explicaciones posteriores me han chafado aquella primera impresión de arrobo. La idea de montar una «biblioteca por y para mujeres» era una síntesis maravillosa del paraíso musulmán y del paraíso borgiano. Borges se figuraba el paraíso bajo la especie de una biblioteca; y los musulmanes lo imaginan como un jardín ameno donde los bienaventurados beben copas de un licor especiado, servidas por huríes de grandes ojos y redondos senos. Una biblioteca atendida por bibliotecarias de guardapolvo y manguitos y frecuentada por lectoras gafapastas y paliduchas sería el paraíso fetén para alguien como yo, que profeso un amor indiscriminado e insomne a las mujeres y a los libros; y, además, sería una modalidad de paraíso que podría congraciar a la ministra Bibiana con los musulmanes, ahora que los tiene un poco tarascas por sus despotriques contra el velo islámico.
Por lo demás, toda biblioteca es, por definición, excluyente; pues, por vastos que sean sus fondos, deja fuera todos aquellos libros que por limitaciones de gusto, conocimiento o espacio no cupieron en sus estantes. Desde la biblioteca portátil que cabe en una maleta a la monstruosa biblioteca de Babel urdida por Borges, no hay biblioteca que no nazca de un escrutinio. Y, con su «biblioteca por y para mujeres», la ministra Bibiana nos proponía uno muy donoso que dejaba chiquito aquel que perpetraron el cura y el barbero. Una vez montadas las bibliotecas por y para mujeres, se podrían montar bibliotecas por y para homosexuales, bibliotecas por y para negros, bibliotecas por y para católicos, bibliotecas por y para cojos, bibliotecas por y para miopes, etcétera; más tarde, en un alarde de especialización exhaustiva, podrían montarse también bibliotecas por y para negras miopes, católicos cojos, etcétera, hasta cubrir las infinitas combinaciones humanas. Y, sumadas todas estas bibliotecas especializadísimas, se alcanzaría la biblioteca total, en la que ningún libro quedase excluido. En esta profusión bibliotecaria no debería faltar, por supuesto, una biblioteca por y para analfabetos (y analfabetas) integrales, de la que la ministra Bibiana fuese miembra fundadora. En esa biblioteca, compuesta por libros en blanco, el pensamiento gateante de la ministra Bibiana retozaría como un niño en el parque.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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