El manifiesto a favor de la lengua común española es una advertencia para quienes viven insensibles a lo que sucede en su entorno. Personas de gran prestigio están preocupadas por lo que ocurre con el castellano en Cataluña, en el País Vasco, en Baleares y en Galicia. Tenemos todos que despertar y, especialmente, los que han de vigilar la aplicación de las normas constitucionales, porque lo que se afirma en el texto de la Gran Carta no permite las interpretaciones torticeras de ciertos personajes de la escena política: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla» (art. 3.1). No son admisibles las dudas ante afirmaciones tan rotundas, ni cabe negar un derecho al uso de la lengua que solemne y democráticamente se proclamó al aprobar la Constitución de 1978.
Por fortuna la España del siglo XXI no es la España del siglo XX. Mi posición, lo anticipo, es bastante optimista.
No es que yo crea que a la hora cero del año 2000 terminó una España y comenzó otra. Tal frontera no existió. Lo cierto, sin embargo, es que nos hallamos en un proceso de transformación en la forma de ser de España, que se inicia en pleno siglo XX y todavía está abierto.
Resulta demasiado frecuente repetir las tesis de grandes pensadores que consideraron lo que era España en los años treinta, cuarenta o cincuenta del siglo XX. Don José Ortega y Gasset, por ejemplo, nos dejó unas apreciaciones críticas de extraordinario valor, pero se refieren a una realidad, la España de la primera mitad del pasado siglo, que es distinta de la que ahora existe.
Un factor importante del cambio es el mejor conocimiento, desde el centro o desde la periferia, de las distintas zonas de España. Gracias a la televisión (es uno de los datos muy a tener en cuenta) y a los desplazamientos rápidos (por avión o por el ferrocarril de alta velocidad), junto a los otros componentes de una sociedad bien intercomunicada, se ha eliminado, o casi eliminado, la ignorancia respecto a lo que era España en unos sitios y en otros. El madrileño medio estaba convencido de que los andaluces, con nuestros cantares y nuestras fiestas, apenas trabajábamos, mientras que en Cataluña, con su desarrollo económico, se infravaloraba al resto de España. A mediados del siglo XX se viajaba poco y era bastante penoso atravesar los Monegros aragoneses si se quería llegar a Barcelona desde Madrid, o hacer el recorrido en sentido inverso.
Cuando hace ya más de cincuenta años me incorporé como catedrático a la Universidad de Barcelona, entre mis primeros colaboradores había alguno que nunca había estado en Madrid, no obstante sus cursos académicos en Francia o en Inglaterra. El Ebro era un auténtico muro de separación. Y en los años sesenta, siendo presidente de la Asociación Española de Ciencia Política y Derecho Constitucional, decidí que un congreso tuviese lugar en Sevilla. La mayoría de aquellos congresistas de las distintas Universidades españolas, profesores de materias que componen nuestra circunstancia vital, apenas conocían Andalucía, o la ignoraban por completo. Se vivía sin prestar atención a cuanto acontecía más allá de unas pocas docenas de kilómetros.
Resulta de la máxima importancia que en el «Manifiesto por la lengua común» se recuerde que ciertas autoridades autonómicas decretan que «la lengua autonómica es el vehículo común exclusivo y primordial de educación o de relaciones con la Administración pública». Pero los riesgos en la España del siglo XXI han disminuido considerablemente.
Necesitamos —no hay duda sobre ello— afianzar el sentimiento nacional. Se ha dicho y repetido muchas veces que al otro lado de los Pirineos se tiene una vivísima conciencia de pertenecer a una nación que entre nosotros no se registra con la misma intensidad. Al fin deseado la presente intercomunicación de las distintas zonas de España propicia una mejora de gran alcance. Observadores pesimistas (realistas, dicen ellos) atisban un horizonte de desintegración. Ciertos partidos de nacionalismos excluyentes se afanan en la negación de la unidad de España, y no podemos, ni debemos, mantenernos impasibles ante semejantes desafíos. Pero sabiendo que la España del siglo XXI, donde cayeron los muros de separación que levantó la ignorancia de unos respecto a otros (andaluces respecto a los catalanes, catalanes respecto a los castellanos, madrileños respecto a las zonas de la periferia, etc., etc.); en esta España sin distancias, los intentos de ruptura o de independencia regional tienen que afrontarse con la seguridad de que no prosperarán.
El optimismo que pretendo transmitir se apoya en datos de la realidad. Ya desaparecieron de nuestro mapa los pintoresquismos aldeanos. La mayoría recibe a diario las mismas informaciones. Y en determinados momentos, como está sucediendo en los encuentros deportivos, los gritos a favor de España se lanzan en todos los rincones del territorio nacional.
No quiero negar, sin embargo, la existencia de problemas. En especial, los de los niños a quienes no se permite estudiar en la lengua común, que, para mayor inri, es la materna de varios cientos de millones de personas. Oportuno y conveniente ha sido el admirable «Manifiesto», que denuncia una gravísima conculcación de derechos. Pienso, además, que nos faltan algunos símbolos que son buenos para avivar el sentimiento nacional, y creo que, en este sentido, ha resultado lamentable que nuestros deportistas no puedan cantar el himno nacional, como hacen los de otros países. Se detuvo, meses atrás, el proceso que llevaría a tener una letra para la Marcha Real. Las críticas de ciertos puritanos perjudicaron a lo que debió ser un estupendo resultado final. Vivimos en el terreno de los símbolos, que tanto contribuyen a mover los sentimientos, con independencia del valor literario, en este caso, de una determinada letra. «Símbolo —leemos en el Diccionario— es una figura retórica que consiste en utilizar la asociación o asociaciones subliminales de las palabras o signos para producir emociones conscientes». Una ojeada a lo que se canta por ahí, como himnos nacionales, a veces hasta ofensivos o menospreciativos, pone de manifiesto que el interés del símbolo se sobrepone a otras apreciaciones.
Hay que felicitarse del «Manifiesto por la lengua común». Pero no hemos de olvidar la carencia de símbolos para avivar la conciencia nacional, y quiero pensar que en el siglo XXI, por fortuna, los provincianismos y los localismos aldeanos tienen el futuro cerrado. La lengua común española, por muchas zancadillas que algunos se empeñen en poner, carece de rivales.
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