Después de seis décadas de ateísmo militante, Antony Flew, el mayor apologista ateo desde Hume y los filósofos alemanes del siglo XIX admitió, en mayo de 2004, la existencia de Dios.
Flew había reinventado los argumentos ateos en Theology and Falsification (1950), The Presumption of Atheims (1976) y otra treintena de libros. Ahora, justo cuando el positivismo regresa como "nuevo ateísmo", el viejo ateo publica There is a God (Hay Dios), su testamento y última voluntad sobre la cuestión.
Hay varias paradojas en la vida de Flew. Por ejemplo, el hecho de que su padre fuera uno de los principales predicadores metodistas de Inglaterra no le impidió hacerse ateo a los quince años, impactado –como tantos desde Lucrecio– por la presencia del mal en el mundo. También es paradójico que Flew expresara sus primeras razones ateas en el Club Socrático, dirigido por el campeón cristiano C. S. Lewis. Sin embargo, allí aprendió a seguir la evidencia hasta donde ésta conduzca, un principio socrático que acabaría llevándole –otra paradoja– al teísmo.
El camino intelectual del filósofo británico recorre la filosofía social, el problema del cuerpo y la mente, el concepto de Dios, la discusión sobre la carga de la prueba en el debate teísmo-ateísmo y las implicaciones cosmológicas del Big Bang. Hasta los años 50, Antony Flew fue un marxista convencido. Durante mucho tiempo profesó el determinismo y negó el libre albedrío. Sin embargo, con el compromiso de seguir los hechos hasta donde fuera necesario, declaró falaces los argumentos ateos del positivismo de Alfred Ayer. Después refutó la creencia de que la biología evolutiva proporcionaba una garantía a la doctrina del progreso. Tal vez sin plena conciencia, el profesor londinense había dinamitado dos pilares del ateísmo contemporáneo.
Flew paseó su ferviente increencia por las universidades de Gran Bretaña, EEUU y Canadá, y la exhibió en varios debates públicos. En 2004 se produjo el último de ellos, en la Universidad de Nueva York. Para sorpresa de la audiencia, Flew proclamó que la complejidad del ADN le obligaba a aceptar la existencia de un Diseñador. Y formuló una sencilla pregunta a sus ya ex colegas ateos: "¿Qué debería suceder o haber sucedido para que os planteéis la existencia de una Mente superior?". A Flew le parecía que los últimos avances científicos le ponían muy difícil seguir siendo ateo.
Según Flew, la nueva ciencia ha descubierto tres dimensiones de la naturaleza que señalan hacia Dios. Primero, la existencia de un universo con principio en el tiempo que parece haber sido ajustado milimétricamente para la vida. Segundo, la presencia de leyes naturales, regularidades universales, racionales y matemáticamente precisas, dignas de una mente divina. Y tercero, la dificultad de explicar la vida inteligente, dotada de propósito y químicamente codificada, como emanación de la no-vida, de la materia ciega e inerte.
La desembocadura de estos argumentos científicos es muy similar a la que alcanzó hace siglos la metafísica clásica: existe un Autor de la creación. "El Dios cuya existencia defiendo –dice Flew– es el Dios de Aristóteles". Es decir, no es que Flew se haya hecho cristiano, sino deísta. El viejo filósofo confiesa haber llegado a Dios desde lo puramente natural, desde la filosofía primera, sin necesidad de revelación. Su descubrimiento ha sido "un peregrinaje de la razón, no de la fe", hacia un Dios con los atributos del motor inmóvil aristotélico, que una vez ha completado la creación se aleja de ella y la abandona a sus propias leyes. Flew se ha encontrado con el Dios-arquitecto, no con el Dios-amor del cristianismo.
A pesar de ello, Flew no cree que haya llegado al final de su búsqueda. La omnipotencia divina, por ser omnipotente, es capaz de revelarse al hombre. Entre las religiones reveladas, el cristianismo le merece especial respeto por sus doctrinas sobre la encarnación y la resurrección y su combinación de la figura carismática de Jesucristo con la de un intelectual de primer nivel como San Pablo. En este sentido debe entenderse el anexo que cierra la obra, una reflexión del obispo anglicano N. T. Wright sobre Jesucristo, que para Flew supone un modo nuevo y fresco de presentar el cristianismo pero que para el creyente de a pie resulta una apología más fría que fresca.
La lectura de There is a God es reconfortante. Lo es descubrir que todavía hay filósofos que anteponen la verdad a sus intereses y perezas. Lo es porque sugiere el papel que desempeña la amistad –ahí están las charlas con Swinburne o Conway– en el acercamiento a la verdad. Y lo es porque el caso Flew confirma la tesis del amigo de éste Roy Varghese: "Sólo un rechazo deliberado a mirar es responsable de cualquier tipo de ateísmo".
Ahora bien, el libro sugiere reflexiones menos laudatorias. Una de ellas, la necesidad de recuperar la metafísica. Otra, la necesidad de releer –quizás en Pieper– que para creer hay que querer. Y una pregunta que el lector desearía formular a Antony Flew, tal vez tomando una cerveza en el campus de Reading: "¿Por qué no leíste antes la Suma contra gentiles, amigo?".
© Fundación Burke
ANTONY FLEW y ROY VARGHESE: THERE IS A GOD. HOW THE WORLD'S MOST NOTORIOUS ATHEIS CHANGED HIS MIND. Harper One (Nueva York), 2007, 222 páginas.
Guillermo Elizalde Monroset
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