No lo pueden soportar. Les provoca urticaria cutánea, asfixia asmática, un coma alérgico agudo. Cada eclosión de euforia popular ante una victoria de la selección española produce en los dirigentes nacionalistas vascos y catalanes una intoxicación de victimismo. Esa oleada callejera de banderas rojigualdas -algunas incluso con ¡un toro!, símbolo atávico de la España negra, dónde vamos a llegar- se les antoja una insoportable agresión masiva a su soberanismo esencialista. Esa Plaza de Colón abarrotada de jóvenes reunidos bajo la enorme enseña española, esas tribus de carapintadas que bailan en los estadios al son de un pasodoble patriotero, esa confusa autoestima derramada por plazas y calles cosidas con el hilo invisible del orgullo patriótico, ese carnaval jaranero, primitivo y hortera, que festeja sin sentimiento de culpa la identidad sentimental de la nación odiada les causa un shock anafiláctico que bloquea su ya mermada capacidad de disimulo.
Así que, dispuestos a politizar las emociones, han decidido quitarse la máscara y depositar en Rusia -Urkullu dixit- su penúltima esperanza. Como propuesta futbolística resulta admirable, talentosa y brillante, pero como icono político, que es de lo que van éstos, es más bien discutible. Precisamente Rusia, la Rusia que aplasta la rebelión chechena. La Rusia posmarxista que añora el pasado imperial. La Rusia cuyos hinchas enarbolan -yo lo vi en Innsbruck, y a fe que impresionaba la exhibición- el emblema bicéfalo de los zares al compás de su escalofriante himno.
Ése será esta tarde el ejército simbólico del nacionalismo vasco, el último dique de contención tras el que Ibarretxe y compañía parapetarán su mema envidia identitaria, mientras los independentistas catalanes apostaban, como Puigcercós, por la correosa media luna de Turquía, tradicional opresora de la independencia kurda, en pro de la Alianza de Civilizaciones. No hay argamasa más contradictoria que el rencor: los enemigos de mis enemigos son mis amigos.
Esta gente tiene un ojo especial para elegir modelos. Que si las islas Feroe, que si Québec, que si Kosovo. Nunca se fijan en Suiza, vaya por Dios. Ahora les toca, en esa necia búsqueda de parentescos de urgencia, «hinchar» por Rusia y Turquía, conocidos paladines universales de la sensibilidad humanitaria y las aspiraciones soberanistas. Cualquiera vale frente a la odiosa España, que amputa el derecho de los pueblos oprimidos a jugar con selecciones nacionales propias. Pero no van a Grozny a jugar entre escombros un partido entre Euskadi y Chechenia. O a Diyarbakir, a disputar un solidario Cataluña-Kurdistán. Tendrían que llevarse máscaras antigás junto al botiquín de linimento.
Tenemos un país de traca, paraíso de la sandez y la estulticia. Los fenicios lo llamaron «tierra de conejos», pero era porque aún no conocían bien a sus habitantes; si no, lo hubieran denominado país de tontos. Tontos de toda laya, desinhibidos y audaces, capaces de provocar, en su alegre memez, las mayores catástrofes; tontos ancestrales, tontos históricos, tontos contemporáneos; tontos de derechas, de izquierdas, de centro. Y tontos soberanistas, que son soberanamente tontos. En una Eurocopa de tontos se podrían presentar con equipo propio y quedarían finalistas. Pero no serían campeones precisamente por eso: por tontos.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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