segunda-feira, 9 de junho de 2008

Bombas contra palabras

Cuarenta años de quimera sanguinaria requerían una celebración ruidosa. Y los etarras, que aún no han extraviado el sentido simbólico de las celebraciones, han atentado contra las rotativas del diario «El Correo»; pues lo que anhelan no es otra cosa que apagar la palabra de los españoles.

Cuarenta años llevan tratando de apagarla, con la siega de vidas a mansalva y la extensión de una dictadura del miedo que atenaza las gargantas y hace decir a los débiles y a los claudicantes lo que avergüenza que brote de labios humanos. Pero, por muchas vidas que sieguen, por muchos débiles y claudicantes que se avengan a sus manejos, siempre habrá una palabra de los españoles que aún no han dejado de ser humanos que vibre con voz firme. Y esa palabra dirá siempre lo mismo: «No».

Quieren enmudecernos, y por ello gustan de elegir a los portadores de la palabra. Los cadáveres de José María Portell o de José Luis López de la Calle lo testimonian. Los cuerpos lacerados de José Javier Uranga o Gorka Landáburu lo testimonian. Y se cuentan por decenas los portadores de la palabra que han logrado salvarse por milagro de las asechanzas de esta banda de enmudecedores: quienes lograron burlar la bala que les iba dirigida, quienes no llegaron a abrir el paquete-bomba que les entregaron, quienes fueron protegidos por sus ángeles de la guarda, que a veces ejercen su misión desde el cielo y a veces descienden a la tierra y se encarnan en tantos policías y guardias civiles heroicos, en tantos sufridos escoltas que sirven de parapeto al plomo.

Y, en medio de tantos portadores de la palabra, quizá ninguno haya sido tan ensañadamente perseguido por las alimañas etarras como la empresa que edita el diario «El Correo», la empresa que también edita este periódico. Viene a mi memoria el nombre de Javier de Ybarra, que fue asesinado, allá en el alto de Barázar, en las estribaciones del monte Gorbea, de un disparo en la nuca que puso término a un secuestro ignominioso; y murió con un rosario en la mano, según me ha contado su hijo Enrique. Viene a mi memoria el nombre de Santiago Oleaga, director financiero de «El Diario Vasco», tiroteado en el aparcamiento de un hospital de San Sebastián.

Vienen a mi memoria tantos y tantos periodistas de Vocento que han aprendido a vivir acechados, hostigados, perseguidos por la sombra insomne de una amenaza, más temerosos de la vida de sus allegados que de la suya propia, pero nunca resignados a dimitir de su palabra, su única y más preciada posesión, su más acendrado orgullo. Por sus palabras los conoceréis; y aquí palabras vale por obras, pues la palabra es la obra más hermosa de quienes son libres y quieren que otros también lo sean.

Quieren enmudecernos, y por ello gustan de elegir a los portadores de la palabra. Pero, por cada voz que siegan, por cada estrépito de pólvora con el que intentan silenciarnos, la palabra que les responde cobra mayor brío. Resulta paradójico que quienes no anhelan otra cosa sino apagar la voz de los españoles nos propongan de tanto en cuanto «diálogo»; claro que, donde dicen «diálogo», quieren decir en realidad sometimiento de los muditos. No los encontrarán, desde luego, entre quienes arrimamos palabras en Vocento. Ya pueden arrasar todas las rotativas en las que se imprimen nuestros periódicos, que encontraremos otras en préstamo solidario. Y, aunque arrasaran también las rotativas que nos presten, seguiríamos arrimando palabras y propagándolas por multicopista o por imprenta de tórculos o por señales de humo, si fuese necesario. Y, aunque nos dejaran sin medios para divulgar nuestras palabras, cada uno de los que arrimamos palabras en Vocento nos convertiríamos en una rotativa humana, a imitación de aquellos hombres de la novela de Bradbury, que en un mundo donde los libros habían sido condenados a las llamas se reunían de noche, para recitarse los libros que habían aprendido, los libros que circulaban por su sangre, mezclados con sus leucocitos y hematíes. No hay bombas que puedan con las palabras, porque cada hombre es el templo de la palabra, su rotativa insomne. Y cada periodista de Vocento, convertido en una rotativa insomne, os dice la misma palabra que siempre os ha dicho, la misma que siempre os seguirá diciendo, fragante de tinta fresca y ardorosa sangre: «No».

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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