Así titulaba Madariaga un vibrante poema refiriéndose a España con un emocionado coloquio con ella, en el que el poeta va desgranando los hondos rincones de España, con un rescoldo de pena por su unidad creadora. Hace unos días leía un delicioso libro del profesor García de Enterría, Hamlet en Nueva York, en el que hace unas bellas digresiones sobre dicho poema, resaltando cómo Madariaga va repitiendo y preguntando a España: ¿Te acuerdas?, ¿Te acuerdas?
Rememorando los momentos y las ocasiones en que va descubriendo las esencias ocultas de la patria, ahora ausente: Santillana del Mar, Torrelavega, «los valles estrechos entre los montes honrados» vascos, el Ebro, Ripoll, las riberas del Segre, Tortosa, Valldemosa, las huertas de Valencia, Palos, las torres de Salamanca, León la romana, Burgos la épica, Ávila la mística, Segovia, Granada, Sevilla...
Y es que España, como nos recuerda Enterría, como Roma o Grecia, ha sido durante más de mil años algo de más entidad que una nación; ha sido una cultura entera, que traspasa siglos y continentes, la única universal, con la anglosajona, que en este siglo, que todo lo ha reducido, subsiste aún.
Afortunadamente hoy esa España ya no huele sólo a tomillo y a romero, sino también a figuras sobresalientes en el mundo del arte, de la literatura, del deporte; a poderosas empresas de amplia implantación internacional; a lugar civilizado de ocio y descanso; a pueblos cultos y cuidados y tantas cosas positivas más. Una figura tan respetada como Michel Camdessus decía no hace mucho que «ésta es la hora de España, la hora en que España siga sorprendiendo al mundo».
Pero esta España tiene en los momentos actuales negros nubarrones sobre su identidad global, quizá porque, como dice González Antón, el español es seguramente el pueblo europeo que más ha debatido sobre su propio «ser histórico». Está en la encrucijada de buscar el equilibro entre la unidad y la diversidad, porque la realidad de España como antigua «nación histórica» no tiene por qué entrañar unas estructuras políticas uniformes o un Estado centralizado. Pero la variedad histórica y cultural de sus elementos tampoco tiene por qué hipertrofiarse (González Antón).
Nuestra Constitución de 1978 logró una fórmula muy razonable y equilibrada, al afirmar en su artículo 2 la «indisoluble unidad de la Nación española», garantizando a la vez el «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran», reconociendo «la solidaridad entre todas ellas». Cualquiera que desde fuera, especialmente de Europa, nos juzgue al respecto, y así lo han hecho importantes personajes, nos dirán que es una fórmula magistral de unidad-diversidad. Pero ¿qué ha pasado para que el tema autonómico se haya convertido en una pesadilla para nuestra unidad? Yo creo que se ha producido un cúmulo de despropósitos que han llevado a la clase política, más que al pueblo, a elegir lo excluyente, lo que separa, más que lo integrante, lo que une. Entre tales despropósitos, quizá destaque el educativo, ya que se han ido formando jóvenes, en las llamadas nacionalidades históricas, en un caldo histórico no veraz y vengativo. La historia es la que es y admite interpretaciones diversas pero lo que no admite, o no debe admitir, es la falsedad. Prueba del despropósito educativo al que me refiero está en el ejemplo contrario de Navarra. Si hay algún Reino que pueda codearse de igual a igual, e incluso mirar un poco por encima, a los demás Reinos medievales, es el de Navarra. Tierra de acendradas costumbres, de recia personalidad, de hondos sentimientos de identidad, y que sin embargo ha sido un ejemplo de unidad-diversidad, al no excluir España de su identidad sino asimilarla dentro de su originalidad. Y así sigue siendo, porque no ha existido una manipulación educativa de la historia. Que razón tenía Ortega cuando hablaba que más que «europeizar» había que «españolizar a España».
Es una grave deformación histórica el equiparar España a Castilla, puesto que España ha sido Castilla y los demás Reinos que la componían. Todos colaboraron a hacer de España el país más poderoso de la tierra en los siglos XV y XVI, el país descubridor del Nuevo Mundo, el país que dio pintores, poetas y escritores de talla mundial. Y, posteriormente, fueron todos y no sólo los castellanos los que llevaron a España al declive que culminó en el 98.
Yo, hace un tiempo que propongo a mis amigos viajar por España y menos por el extranjero, para conocerla y gozarla más, y así lo venimos haciendo últimamente con resultados óptimos. Hemos pasado días entrañables y felices en la Cerdanya catalana, en Cáceres, en Monforte de Lemos, en Valencia, en Aragón, en Mallorca, disfrutando de su cocina, de sus paisajes y del trato con sus gentes. Y eso es lo que sienten el noventa por ciento largo de los españoles. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en la separación, en la exclusión de «España»? No es fácil de entender.
Y en ese empeño exclusivo se pone especial énfasis en la lengua. Se ha desatado la fiebre no ya de extender y fomentar el uso de la lengua propia, catalana, vasca o gallega, a lo que nada hay que objetar, sino también y sobre todo de arrinconar, despreciar y si es posible prohibir (tema de los anuncios comerciales) el uso de la lengua española. Resulta incomprensible a estas alturas del siglo XXI, pues además de otras razones, resulta empobrecedor e incluso aberrante, que si prospera el estudio en la infancia-juventud de sólo la lengua de su tierra, se dará el sinsentido de que un chico gallego vaya a Zamora y no entienda a los zamoranos o un catalán a Calatayud y le ocurra lo mismo y no digamos cuando vaya al ancho mundo iberoamericano. Enriquecer sí, empobrecer no.
Pero además el castellano, como nos recuerda García de la Concha, fue una lengua franca que superaba dialectos y lenguas locales, que servía para comunicarse y para integrar. Como nos enseña el mismo autor Las Glosas, «consideradas simbólicamente el primer testimonio escrito el castellano hablado, se nos presentan como mosaico formado con teselas de los dialectos riojano, navarro, aragonés y de la lengua vasca».
Hoy el español es el idioma de una familia universal de pueblos, que según Británica World Data, en el año 2030 lo hablará el 7,5 por ciento de la población mundial en tanto que el francés lo hará el 1,4, el ruso el 2,2, el árabe el 4,6, el japonés el 1,4 y el alemán el 1,2 por ciento. Aunque sólo sea por razones pragmáticas al lado de la lengua vernácula debe figurar el español; y si no quiere fomentarse en esas Comunidades, al menos que se cumpla el mandato constitucional de bilingüismo.
No deja de estremecer el sentimiento agónico de Laín Entralgo, cuando se pregunta (en 1977) «en el siglo XXI, ¿qué va a ser España? ¿Se producirá en ella una paulatina desintegración? ¿Se alcanzará la realidad de una nueva y más satisfactoria convivencia?». Si todos ponemos algo de nuestra parte, seguro que logramos la segunda posibilidad.
Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, de la Real Academia Española de Jurisprudencia y Legislación
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