Cuarenta y cuatro años después, y tras haberse quedado con la miel en los labios en la final de 1984, la selección española de fútbol ha vuelto a conseguir un triunfo histórico al lograr la Eurocopa de fútbol. Desde anoche, España es el mejor combinado de Europa y así seguirá siéndolo hasta dentro de cuatro años. La trayectoria de la selección, de la mano de Luis Aragonés, no ha podido ser más brillante. Ningún partido perdido -sólo empatado el de Italia, magníficamente resuelto después en la tanda final de penaltis-; un juego vibrante y muy vistoso, deslumbrante por momentos y elogiado por toda la prensa deportiva internacional; un equipo francamente armonizado y sincronizado cuyos futbolistas, todos ellos triunfadores en sus respectivos equipos, han demostrado que sus éxitos en otras competiciones también son extensibles a la máxima categoría en un campeonato entre selecciones; una unidad en el vestuario digna de encomio; tanta humildad y prudencia como categoría y entrega con el balón en las botas... En conclusión, una selección soberbia, ejemplar, que ha conseguido ilusionar a una afición demasiados años agotada de acumular fracasos y decepciones.
Desde esta perspectiva -no ya la deportiva-, la selección ha conseguido convertirse en estas semanas en un auténtico fenómeno sociológico. Dos conceptos avalan este argumento: la recuperación a nivel nacional de la ilusión de los aficionados en el fútbol, el deporte con más capacidad de movilización en el mundo y el que más pasiones genera; y, en segundo lugar, el orgullo de millones de ciudadanos de exhibir sin ridículos complejos ni absurdos pudores su condición de españoles y su orgullo por la bandera nacional y por el escudo constitucional que los jugadores lucen en el pecho. Miles de familias en toda España han colgado en sus balcones banderas rojigualdas como muestra de sincera identificación con la selección y sus metas deportivas o, más sencillamente, con la idea de España como una gran nación, como una gran potencia deportiva en el mundo. A su vez, cientos de miles de ciudadanos se han congregado en calles y plazas, bares o locales de ocio, auditorios o polideportivos -hasta en plazas de toros-, para seguir juntos, con una misma voz de ánimo, la evolución del combinado español. Desde luego, no son datos anecdóticos.
Con todo, otro logro indudable del fútbol español es haber conseguido sumarse al fin a la larga lista de éxitos de nuestros deportistas en todo el mundo. Era una deuda pendiente que desde tiempo atrás habían saldado tanto a nivel colectivo como individual, por ejemplo, el baloncesto -campeones del mundo y subcampeones de Europa en dos años con los «chicos de oro»-; el tenis -ahí está Rafael Nadal encabezando la «Armada» española con cuatro triunfos consecutivos en Roland Garros-; el balonmano, el golf, el ciclismo, el automovilismo, el motociclismo y un largo etcétera. Ahora, con el final de la Eurocopa, los Juegos Olímpicos de Pekín, la otra gran cita deportiva del año, brindarán al deporte español una nueva ocasión para demostrar su altísimo nivel en el mundo, aunque lamentablemente no podrá ser con el fútbol.
Con el triunfo de anoche ante el rocoso combinado alemán, la selección -y con ella los millones de aficionados que hasta altas horas de la madrugada inundaron calles y plazas de todas las ciudades para festejar la Eurocopa-, se ha sacudido de encima la opresión que bloqueaba al equipo en las citas decisivas. Ha puesto fin a mitos como el de la imposibilidad de vencer a Italia en una fase final, lo que no ocurría desde hace más de ochenta años, y el de acabar con el maleficio de los cuartos de final y con la condena de no superar las dichosas tandas de penaltis. La selección ha descatalogado, en definitiva, aquella célebre frase acuñada por el futbolista británico Gary Lineker, según la cual el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania. Anoche, esta noche, no. Enhorabuena, España.
Editorial ABC
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