La noche del 10 de mayo de 1933, los nazis saquearon las bibliotecas berlinesas y millares de libros fueron pasados por el fuego. En la noche de ayer, un comando de ETA colocaba un bomba contra las rotativas de "El Correo". Setenta y cinco años clavados separan ambos hechos si hacemos abstracción de una horas apenas. La oscuridad es la misma, el odio semejante y la brutalidad idéntica. Zamudio podría ser la Babelplatz y los camisas pardas todavía pardean. No han cambiado de uniforme: lo llevan en el alma, en el supuesto de que tengan. Al totalitarismo de cualquier ralea -nacionalsocialista, marxista leninista, nazionalista a secas- la tinta le sofoca y se transforma en polvo, igual que los vampiros, ante la luz que arroja el papel prensa. La libertad atrincherada en la palabra, ejercida a diario y al pie de la letra, es tan devastadora como la "kryptonita" para estos supermanes con chapela. Las sabandijas se mueven en silencio, se reproducen en silencio, no sirven a otras leyes que a las que imponen el silencio. Intentan achantar a los testigos que no bajan la voz cuando dan fe de la miseria. Maniatar a aquellos que denuncian la insoportable fetidez del pozo negro. Liquidar, si es preciso, a los que están al tanto de quiénes, cómo y cuándo, quieren exterminar la convivencia.
La más noble expresión del periodismo es la que le convierte en un contrapoder, en bálsamo y antídoto de la venalidad y el atropello. Y la jauría etarra, al atentar contra "El Correo", lo que pretende es fragmentar la sociedad e impedir que genere sus propios anticuerpos. Anteanoche, en Zamudio, se repitió el auto de fe de hace setenta y cinco años en una plaza berlinesa. Ladran los mismos perros, pero de razas de diferentes, enseñando los dientes a la inteligencia. Si una dictadura quiere perpetuarse necesita extirpar el pensamiento. La mordaza y los tiros en la nuca son la cara y la cruz de la moneda. Silencio a discreción -otra vez el silencio-, que ningún eco nos advierta de los manejos de los pistoleros. ¡Viva la muerte!, gritan. La muerte es tan discreta...
Cuando Johannes Gutemberg inventó la imprenta, enterró el viejo mundo y echó a rodar el nuevo. Las ideas salieron de estampida del "scriptorium" de los monasterios y se llevaron por delante señoríos y reinos. La civilización no se concibe, desde entonces, si no puede ponerse en negro sobre blanco sin tachones ni enmiendas. La imprenta es un bastión contra la tiranía, un puesto de avanzada frente a la indignidad y la peste. Y los profesionales del terror -que siempre acaban siendo aterradoramente consecuentes- asumen, como autómatas, su lógica siniestra. No hay peor enemigo que quien les llama por su nombre, quien rompe la "omertá", quien les retrata a ras de acera. Por eso queman libros y destrozan imprentas. No sacian su saña al liquidar a un inocente. Necesitan, también, que enmudezcan sus deudos.
Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos. Y así ha sido, en efecto. Hitler y Arana, pasean del bracete hablando de las bombas y de las hogueras. De los judíos y los españolistas, de los degenerados y de los "maketos". Tres cuartos de siglo después de aquella noche en la que los salvajes encendieron la tea, el salvajismo ha vuelto por sus fueros. Pero a nosotros, sin embargo, nos queda un arsenal con el que defendernos. Nos queda la palabra, por supuesto. Y el olor de la tinta. Y la tensa esperanza que transmite el corazón insomne que late en los talleres. Y nos queda, también, el ejemplo de aquellos que no bajan la guardia, ni admiten componendas, ni dan cuartelillo al escaqueo. Y nos quedan, por último, los versos admirables que nos sopla al oído Francisco de Quevedo: "No he de callar, por más que con el dedo / ya tocando la boca o ya la frente / silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?" Con un par, compañeros.
Tomás Cuesta
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