segunda-feira, 16 de junho de 2008

El mundo hispánico de Jonathan Brown

Durante la Frick Collection celebrada en Nueva York en mayo pronuncié la conferencia «Monarquía e imperio. El mundo hispánico de Jonathan Brown» para rendir tributo a un amigo y colega que ha tenido una gran influencia en mi trabajo, y de la que estas líneas son un extracto. Lo conocí en el otoño de 1973, justo después de que me mudara de Inglaterra a Princeton, donde él dictó una conferencia sobre Velázquez. No tardamos mucho en entablar conversación y nos dimos cuenta de que nuestros intereses -los míos como historiador y los suyos como historiador del Arte- estaban entrelazados. En Princeton vivíamos a la vuelta de la esquina y de nuestras muchas conversaciones surgió un proyecto de colaboración importante, una «historia total» del Palacio del Buen Retiro, el palacio de recreo construido en la década de 1630 para Felipe IV por su valido, el conde duque de Olivares, cuya biografía política estaba escribiendo yo por esas fechas. El libro resultante, A Palace for a King (Un palacio para un rey), se publicó en 1980, y se reeditó en una edición revisada y con preciossas ilustraciones en 2003.

Si ambos sentimos la necesidad de romper algunas de las viejas barreras disciplinarias, no me cabe duda de que esta necesidad se vio reforzada por la situación de los trabajos de Historia y de Historia del Arte en España en esa época. El pasado español, en manos del general Franco y su Régimen, se había fosilizado. La historiografía oficial retrataba a España lidiando una batalla en un mundo que había caído víctima de las fuerzas malignas del comunismo, el ateísmo y el materialismo. Se consideraba como una batalla en defensa de los valores trascendentales por los que la nación española y sus soberanos más importantes -Isabel la Católica, Carlos V y Felipe II- habían luchado durante siglos. Entretanto, la censura, así como las estrecheces financieras y de otra índole que impedían a los universitarios españoles viajar al extranjero, incrementó el aislamiento de España, al menos durante la primera mitad del franquismo, y redujo su exposición a los vientos de cambio que soplaban en el mundo occidental. Si a esto le sumamos la hegemonía en las universidades españolas de profesores que le resultaban aceptables al Régimen, obtenemos una poderosa mezcla para el estancamiento intelectual.

A pesar de ello, en los años 50 y principios de los 60, un puñado de historiadores españoles extraordinarios -en especial Jaume Vicens Vives, Antonio Domínguez Ortiz y José Antonio Maravall- rompieron con el aislamiento y empezaron a repensar la historia de acuerdo con la nueva dirección que señalaban las historiografías europea y estadounidense. Esto me facilitó la labor: al menos iba por el mismo camino que los historiadores vanguardistas españoles, que se negaban a contemplar el pasado con una óptica trascendental y que no estaban satisfechos con la estrechez de miras de la metodología de su tiempo. Jonathan, que comenzó en los años 60, lo tuvo más difícil. La Historia del Arte en España, con sólo seis departamentos universitarios, era un campo mucho más pequeño que el de la historia medieval, moderna y contemporánea, y el enfoque dominante era mayoritariamente empírico, impulsado por una preocupación casi obsesiva con la acumulación «científica» de nuevos datos. Aunque este método dio lugar a muchas obras de calidad, su poder interpretativo se veía limitado. Había todo un mundo esperando a ser explorado y colonizado. Pero serían necesarias una larga lucha y la aparición de una nueva generación de historiadores del Arte antes de que el enfoque «contextualizador» de Jonathan reuniera a un número suficiente de adeptos, no sólo en EE.UU. sino -lo que es aún más importante- en los departamentos de Historia del Arte y museos españoles, para dar un impulso imparable a la tarea de la renovación.

Mi desafío, implícito más que explícito, a la historiografía franquista se publicó en 1963, con el título La España imperial, 1469-1716. El desafío, más abierto, de Jonathan al método dominante para estudiar la pintura barroca llegó con la publicación en 1978 de su colección de ensayos Imágenes e ideas en la pintura española del siglo XVII, en la que se incluye el famoso artículo sobre «El significado de Las Meninas», en el que relaciona la composición del cuadro con las ambiciones personales de Velázquez y con su ambición de elevar la categoría social de los artistas. Estas incursiones en la historia de las influencias intelectuales y sociales en la creación de obras de arte tenían el objetivo explícito de ampliar el alcance de la investigación en un campo en el que «un número reducido de concepciones tradicionales, aunque esenciales, de la disciplina de la Historia del Arte» había «restado importancia a la complejidad y la riqueza de la pintura española y pasado por alto sus lazos comunes con el arte de otros países europeos».

Por consiguiente, ambos estábamos intentando hacer lo mismo: modernizar y europeizar el enfoque respecto al pasado que predominaba en la España aislada de los años 50 y 60. Los efectos de ese enfoque no quedaban confinados a la Península. Resaltar la «diferencia» tenía asimismo una influencia funesta en la imagen de España en el extranjero y reafirmaba los estereotipos negativos tradicionales en un mundo occidental que, en su mayoría, había dado la espalda a la España de Franco y mostraba muy poco interés por la riqueza y la complejidad de su historia y cultura. No pretendo insinuar que éramos los únicos que intentaron adoptar un planteamiento más fresco y moderno. Ya he mencionado los nombres de una serie de historiadores de origen español que estaban involucrados en la misma empresa que yo, mientras que, en el campo de la Historia del Arte, Jonathan sería el primero en reconocer la enorme contribución del ya fallecido Julián Gállego, quien en su Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro (1972) trató asimismo de incorporar, tal y como él lo describe, «los elementos tomados de otros campos de la actividad cultural» al estudio de la pintura de la Edad de Oro española. En este contexto se puede entender y apreciar hasta qué punto se han enriquecido y transformado el conocimiento y la comprensión del pasado español en los 30 o 40 años que han transcurrido desde entonces.

Muchas cosas han cambiado desde que nos embarcáramos en lo que entonces eran nuestras incursiones más bien solitarias en un campo relativamente desconocido. Eran solitarias en el sentido de que los estudiosos extranjeros que se especializaban en la Historia de España y el Arte español eran un número muy reducido y la imagen negativa de España en el extranjero era en sí un elemento disuasorio para emprender cualquier investigación. De hecho, uno de los elementos más gratificantes de mi vida ha sido ver cómo la España posfranquista ha salido del aislamiento y cuánto han contribuido -y siguen contribuyendo- los académicos extranjeros a la reincorporación del mundo hispánico a la corriente de la historia y la cultura occidentales.

Quizás uno de los cambios más importantes en nuestro enfoque de la historia de la España de la Edad Moderna a lo largo de la última mitad de siglo sea nuestra mayor comprensión de las cualidades de la realeza y del carácter de la Monarquía o imperio de la Casa de Austria y de los primeros Borbones como un entidad global que tenía importantes elementos integradores. Estos son temas que han llamado mucho la atención de los historiadores políticos en los últimos años, pero el trabajo de los historiadores del Arte ha enriquecido notablemente nuestra percepción del estilo de realeza practicado por los soberanos españoles y de cómo entendían e interpretaban la misión mundial que se habían visto llamados a realizar. La contribución de Jonathan Brown a este proceso de enriquecimiento ha sido de primera magnitud.

Sir John Huxtable Elliott
Historiador e hispanista
Catedrático Emérito de Historia Moderna en la Universidade de Oxford

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